Por Luis Eduardo Cortés Riera. cronistadecarora@gmail.com
Un tal Agustín Gil, del que sospecho sea seudónimo empleado por el joven Cecilio Zubillaga Perera (1887-1948), en una muy penetrante crónica publicada en el Semanario Labor del 14 de febrero de 1915, página 1, dedicada a Don Flavio Herrera Oropeza, acaudalado comerciante entonces, exhibe un asombroso conocimiento, pocas veces visto, de la manera de pensar y circunstancia económico social del caroreño de hace 100 años, de la psicología social al referirse a lo que hogaño llamamos mentalidad o mentalidades que comentamos de seguido.
Carora al margen de la revolución social.
Veamos lo que escribe Agustín Gil en el caroreño Semanario Labor del 20 de diciembre de 1914:
“Es Carora una ciudad que quizás debido a las circunstancias económicas ha quedado al margen de la revolución social de la cual hablaba el gran Cecilio Acosta, es decir la exaltación de las clases ineducadas al poder político y luego al poder social, substraída en mucho a tal movimiento engendrador de anarquía y que ha arruinado moralmente a la mayor parte de las poblaciones de la República, es lógico (que Carora) haya podido conservar sus tradiciones y costumbres sin degradarlas, antes bien puliéndolas y consolidándolas con el pasar de los años.” (resaltados nuestros)
Se refiere sin duda Agustín Gil a la poco estudiada Guerra Federal o Larga (1859-1853), conflicto bélico que se ha constituido como una continuación de la Guerra de Independencia, conflicto anticolonial que sin embargo dejó intactos los problemas sociales y políticos heredados de tres siglos de coloniaje, los que se revelaron como una profunda inconformidad social, una temible realidad social antagónica que ya había advertido el escritor, periodista y humanista Cecilio Acosta (1818-1881) desde 1846 en las páginas de los periódicos La Época y El Federal, los que seguramente leyó Agustín Gil en alguna ocasión.
La chispa de la cruel y larga matanza de mediados del siglo XIX la enciende el llamado partido liberal a través de las incendiarias páginas del periódico El Venezolano, órgano dirigido por Antonio Leocadio Guzmán. Tales predicamentos fueron escuchados por los hombres analfabetas, oscuros y mestizos, que creyeron en rumores de que el gobierno intentaba restituir la esclavitud, que iban a ser vendidos a los ingleses, que con sus carnes iban a fabricar jabón y con sus huesos mangos de cuchillos y de bastones.
La Guerra Federal, valora el historiador Nikita Harwich Vallenilla, ha generado toda una mitología a su alrededor que ilustra la complejidad de los problemas que planteó y aún plantea en la actualidad. Fue un conflicto brutal que deja unos 200. 000 fallecidos en una contienda de colores, de blancos contra razas mescladas en la Venezuela agraria. Pero es de destacar que esta hecatombe no alcanza a todo el territorio nacional, pues el ansia igualitaria no escaló hacia los Andes, ni el Zulia, ni Guayana. El espíritu rebelde y de barbarie que explotó con inigualable audacia el asturiano José Tomas Boves en 1814 tampoco se sintió con fuerza en el Estado Lara. El “Gran Miedo” de 1859 y 1860 no retumbó en Carora, remota ciudad del semiárido occidental venezolano que se mantuvo al margen de esta terrible confrontación étnica y de colores que sacudió al país. Fue, en efecto, como lo indica Agustín Gil, una revolución social, un movimiento engendrador de anarquía que no llega a las riberas del río Morere, quizás se deba este extrañamiento a que en esa oportunidad no era Carora un objetivo estratégico militar de importancia económica o poblacional.
Pienso que si esta guerra igualitaria hubiese llegado a nuestra ciudad de Carora el costo social habría sido inmenso. Los godos o patricios caroreños diezmados o pasados por las armas, las haciendas de cofradías de la Iglesia Católica puestas al servicio del huracán revolucionario, los negros esclavos liberados, el orden social construido durante 300 años destruido. Pocas fuentes existen para estudiar esta contienda en nuestra ciudad. Quien escribe ha encontrado una referencia que indica que alrededor de la Plaza Mayor (Plaza Bolívar) fueron excavadas trincheras en esa ocasión, pero no hay lamentablemente mayores explicaciones.
El patriciado caroreño queda casi intacto e intocado en el siglo turbulento que fue el XIX. Es más, quien escribe ha descubierto que fue en esta belicosa centuria cuando termina ella de consolidarse como clase social con rasgos de casta, proceso gestado al socaire de las terribles escenas de barbarie y venganza racial vividas en los Llanos occidentales y centrales de Venezuela. Carora no tuvo guerra igualitaria. Carora sintió gran alivio al saberse acá la muerte en 1860 del general de hombres libres Ezequiel Zamora. Coroneles y capitanes negros y analfabetos no posaron sus botas altaneras en la antigua y aristocrática ciudad de blancos del Portillo de Carora. El orden social intransigente y jerárquico que venía de la Colonia se mantuvo firme en la Carora decimonónica, hegemonía social de los godos que se expresa con alguna fuerza en los albores del tercer milenio.
Pero este conflicto étnico y de colores que fue la Guerra Federal se expresó de manera inesperada en Carora, pues ella tuvo por escenario a las clases educadas blancas alfabetizadas y no en el irredento y analfabeta pardaje y negraje local. En 1859 fue expulsado de la ciudad por el sector mantuano o godo el fraile Ildefonso Aguinagalde “Papa Poncho” (1792-1892) debido a sus ideas liberales federalistas. Desde Caracas maldijo a los godos de Carora hasta la quinta generación. Fue el comienzo de uno de nuestros más potentes imaginarios colectivos que aún nos retumban: La Maldición del Fraile.
La geografía y las clases dirigentes caroreñas.
De seguido dirá Agustín Gil, un avezado y cultivado observador de lo social, cosas no menos sorprendentes:
“De aquella necesidad de volver al hogar en solicitud de consuelos y de amparo contra las agresividades del medio territorial circundante y de la de la casi completa uniformidad cultural de las clases dirigentes, de esas dos condiciones nacen no exclusivas sino principalmente las modalidades individuales y colectivas del caroreño que lo señalan con rasgos netos y en alto sitio a la expectación nacional, alguno de los cuales son: espiritualidad, afabilidad y franqueza en el trato social, probidad en los negocios, constancia, previsión e industriosidad en el trabajo, entereza moral consecuencia de la solidaridad y de la sanción para guardar el honor de sus hogares y de los fueros ciudadanos para rechazar la tiranía externa y enfrentar la interna división; amor grande por el solar nativo que ya hizo escribir al Doctor Ildefonso Riera Aguinagalde, el elocuente desde París, tratando de su cabaña: ¡Cuándo como de mi Santa Bárbara!; entusiasmo por las altas ideas y los nobles sentimientos, según el valioso elogio del Dr. Antonio Álamo…y termina su ensayo Agustín Gil exclamando: ¡Carora es un carácter, un corazón!.” (resaltados nuestros).
Tratemos de hacer algunas interpretaciones de lo expresado por Agustín Gil desde nuestro mirador del siglo XXI, valiéndonos de las herramientas conceptuales y de método de la llamada interpretación del discurso. Veamos…
Se trata, sin duda, de una genuina exaltación de la forma de vida y valores de los habitantes de Carora, una remota localidad fundada en el genésico siglo XVI en 1569, ubicada en el remoto semiárido occidental venezolano, Estado Lara y que quizás debido a un poco estudiado azar histórico no sufrió las demoledoras y barbáricas escenas de sangre y pólvora de la Guerra Larga o Guerra Federal de 1859 a 1863, conflicto igualitario y de colores, largo y extenuante que de seguro habría modificado profundamente su devenir histórico y social.
La geografía del semiárido.
Fijémonos como Agustín Gil comienza a referirse en primer lugar a la geografía del “vasto erial” donde se asienta Carora, cuando se refiere a “las agresividades del medio territorial circundante”; acá no puedo menos que pensar en Philippe Blom, un historiador alemán contemporáneo, que valora a la pequeña edad de hielo de los siglos XVII y XVIII como responsable del nacimiento de la Revolución Científica y del Siglo de la Ilustración.
En el caso de Carora es el agreste y rudo semiárido occidental venezolano el cual nos conmina a buscar consuelo y amparo, como dice Agustín Gil, ante la sequedad y la reverberación solar, en las gruesas tapias de barro y altivos tejados de la antigua ciudad de San Juan Bautista del Portillo, que da cobijo y protección a los hogares de rancias familias que tienen sus raíces en la Península y las Islas Canarias. Son los muros de adobe y techos de tejas los que dan abrigo y protección a lo que llamó Mariano Picón Salas la “Cultura del Calor”, calor seco del semiárido venezolano.
Frescos y ventilados zaguanes y pasillos, extensos y silenciosos dormitorios con sus elegantes alcayatas orientalizantes, anchurosas y refrescantes hamacas y chinchorros, artilugios aborígenes que son, simultáneamente, lechos y abanicos, la sabrosa, refrescante agua dulce del mayestático y señorial aguamanil, las protectoras celosías como nuestros panópticos tropicales, toda una ingeniosa arquitectura como sacada de Las mil y una noches colocada al servicio de una cultura ortodoxamente católica, hidalga, celosa de su linaje de signo hispánico. Su mito fundacional, dice Henry Vargas Ávila, será San Juan Bautista “voz que clama en el desierto”.
La casi uniformidad cultural de su clase dirigente.
En el vértice de la pirámide social caroreña están colocados con firmeza desde algunas centurias los llamados “patricios caroreños” o godos de Carora, clase social excluyente y que muestra algunos significativos rasgos de casta, que además se ha abroquelado en una como militancia del catolicismo signado por el Concilio de Trento del siglo XVI y en el color blanco de la piel. Dominan el activo comercio caroreño y las fértiles tierras que serán motivo de agria disputa antilatifundista luego de la muerte del presidente Juan Vicente Gómez.
Quien escribe ha descubierto en sus investigaciones que la uniformidad de linaje de los godos caroreños del semiárido ha sido obra de la Iglesia Católica, institución por ellos dominada, que fue en extremo pródiga en otorgar inúmeras dispensas matrimoniales, lo que permitió enlaces matrimoniales entre personas de cercano linaje. Fue y ha sido una práctica endogámica que impidió se disolvieran las fortunas y que conformó una endogamia no menos importante: la endogamia religiosa. Esta realidad fue la que capta el tal Agustín Gil, con asombrosa captación de lo socio cultural en la Carora de principios del siglo pasado.
Se trata de una docena o más de apellidos que se mesclan entre sí hasta el vértigo en un pacto de sangre y abolengo que nos alcanza en los albores del tercer milenio: Aguinagalde, Álvarez, González, Gutiérrez, Herrera, Meléndez, Montes de Oca, Oropeza, Perera, Riera, Silva, Yépez y Zubillaga, a lo que habría que agregar los extintos apellidos Arrieche, Antich, Gordón, Hoces, Lara, Pineda, Salamanca, Urrieta, entramado familiar que fue estudiado y desentrañado magistralmente por el Dr. Ambrosio Perera Meléndez en su monumental trabajo Historial genealógico de familias caroreñas, 1933, en dos gruesos volúmenes.
Proceden de distintos lugares de la Península y las islas Canarias, Castilla, La Gomera, La Palma, Tenerife, Usagre, Cataluña, Portugal, Guipúzcoa, pero el secular aislamiento geográfico, la persistente endogamia, la convivencia en el casco viejo de la ciudad de Carora y la igualación propiciada por la lengua de Castilla, el credo religioso católico trentino, hará de los godos caroreños una clase social que exhibe una “casi uniformidad cultural”, como valora Agustín Gil en el Semanario Labor en 1914, personaje que sospecho, repito de nuevo, el joven periodista caroreño Cecilio Chío Zubillaga Perera.
Se trata de lo que he llamado una hegemonía cultural de signo gramsciano, que se expresa con nitidez a lo largo del siglo XIX y en la centuria pasada, con evidentes prolongaciones hasta el presente. Los patricios caroreños dominan el activo comercio y las fértiles tierras del extenso Distrito Torres, los asuntos del altar, sus numerosas cofradías y hermandades, idean y fundan escuelas y colegios de secundaria particulares, clubes y asociaciones, periódicos y revistas. Este interesante proceso cultural hegemónico podrá ser examinado en detalle en nuestro trabajo Del Colegio La Esperanza al Colegio Federal Carora, 1890-1937, editado en 1997 por la Alcaldía del Municipio Torres y la Fundación Buría, prólogo del Dr. Reinaldo Rojas.
Resulta poco menos que una curiosa paradoja histórica que se efectuara en el Nuevo Mundo americano, en Carora, una vertebración histórica de lo hispano, opuesta a la del pensador José Ortega y Gasset, expresada con angustia en 1921 en su famoso y muy actual ensayo España invertebrada. Quiero decir que en Carora no privaron los particularismos hispanos y es frecuente ver familias con apellidos cruzados procedentes de diversas regiones peninsulares españolas y de las islas Canarias, tales como el vascuense Zubillaga con el canario Herrera, el portugués Silva con el González, de Usagre, Castilla, o bien el tenerifeño Perera con el catalán Riera. No privaron acá los particularismos hispanos: Carora ha sido síntesis de lo hispano en el Nuevo Mundo entre las clases dominantes hispano criollas.
Tampoco se dio entre nosotros el muy peninsular odio a los mejores, del que nos habla Ortega y Gasset. La Carora de inicios del siglo pasado hacia reverencia y sentía gran respeto por el Dr. Idelfonso Riera Aguinagalde, teórico de la Federación, mencionado por Agustín Gil en el Semanario Labor. En 1914 le fue erigida una estatua al presbítero doctor Carlos Zubillaga Perera, protagonista con el padre Lisímaco Gutiérrez de una maravillosa experiencia de una Iglesia para los pobres, una Iglesia social como antecedente de la Teología de la Liberación latinoamericana. Y qué decir del busto del general de división Pedro León Torres que ocupó el sitio que le correspondía al Libertador en la Plaza Bolívar de Carora.
La espiritualidad es otro rasgo que percibe nítidamente Agustín Gil entre los caroreños de inicios de la pasada centuria. Carora es ciudad temerosa de Dios y de la condenación en las pailas del infierno. En 1918 será bautizada acertadamente la urbe por el padre Carlos Borges como “ciudad levítica de Venezuela”. Hasta el presente un millar de sacerdotes, de los cuales destacan ocho obispos, tienen a Carora como lugar de nacimiento. El fervor mariano es inmenso con la aborigen y milagrosa Virgen del Rosario de la Chiquinquirá de Aregue. Un obispo caroreño, asesinado por los nazis, Salvador Montes de Oca, espera ser elevado a los altares.
El filósofo venezolano José Manuel Briceño Guerrero destaca con sorpresa el apego enorme del caroreño a su solar nativo, amor al terruño en que menciona Agustín Gil como ejemplo paradigmático el del Dr. Ildefonso Riera Aguinagalde, quien desde la brumosa y lejana París añoraba sus tunales, chivos y cardones de su finca Santa Bárbara. Quien escribe visitó al sabio Dr. Pastor Oropeza, padre de la medicina infantil en Venezuela, quien vino a pasar sus últimos y largos años de existencia en la ciudad que lo vio nacer en 1901. Los caroreños son como los elefantes.
Entusiasmo por las altas ideas.
El entusiasmo por las altas ideas ya despunta entre los caroreños desde finales de la Colonia: el doctor Juan Agustín de la Torre (1750-1804) desde la rectoría de la Real y Pontificia Universidad de Caracas apoyó con fervor la introducción de las ciencias modernas en esa casa de estudios dominada entonces por la filosofía del peripato Aristóteles y sus inútiles silogismos lógicos que desprecian la realidad objetiva.
Propugna de manera adelantada y precursora la doctrina social de la Iglesia Católica el médico por la Universidad de Caracas Doctor Ildefonso Riera Aguinagalde (1834-1882), quien sostiene una famosa polémica sobre lo que representan las revoluciones en la historia del progreso y de la civilización de los pueblos con su amigo el humanista Cecilio Acosta.
En 1860 nace uno de los responsables de la Carora intelectual, el Dr. Ramón Pompilio Oropeza, fundador del Colegio La Esperanza o Federal Carora en 1890. Fue el mentor de Carlos Zubillaga, Rafael Tobías Marquís, Pastor Oropeza, Juan Bautista Franco, Dimas Franco Sosa, por solo mencionar a los egresados del instituto en 1914. Le hemos dedicado a este extraordinario educador una biografía en Del Colegio La Esperanza al Colegio Federal Carora, 1890-1937. (1997). Quiero destacar que Chío Zubillaga fue su alumno en el año escolar 1898-1899.
Las altas ideas también acompañan al médico cirujano egresado de la Universidad de Caracas Dr. Lucio Antonio Zubillaga, vicerrector del Colegio Federal Carora. Enseñaba en ese viejo Colegio asignaturas muy dispares, tales como las cátedras de física, astronomía y las lenguas griega y latina.
Las altas ideas tendrán su continuación y cultivo en el siglo XX con Rafael Domingo Silva Uzcátegui (1887-1980), un excepcional médico psiquiatra autodidacta que realiza una implacable crítica literaria contra los poetas modernistas hispanoamericanos Rubén Darío y Leopoldo Lugones.
Palabras finales.
Esta joya de la cultura inserta en “vasto erial” que es Carora, tiene su certero analista en Agustín Gil, de quien estamos casi seguros es la aguda pluma del joven Cecilio “Chío” Zubillaga, quien a la sazón ronda los 30 años de edad. Cuatro años antes, en 1911, perderá de manera trágica a su hermano mayor, el presbítero doctor Carlos Zubillaga, en tanto que su renuncia al selecto y excluyente Club Torres se producirá en 1913. Ha fundado Chío Zubillaga la Sociedad Patriótica Ezequiel Zamora con la cual apoyó al general Juan Vicente Gómez en su deseo de relegirse presidente de Venezuela hasta 1911, así como también será funcionario municipal al servicio del general gomero Juan de Jesús Blanco. Se trata de la luna de miel de Chío Zubillaga con el gomecismo por la que será duramente atacado después.
Se perfila entonces Chío Zubillaga como duro crítico de los godos de Carora y de su terrofagia, admirador de Lenin y la Rusia Soviética, sin dejar de ser auténtico y fervoroso cristiano, lo que lo hace aparecer como un adelantado de la Teología de la Liberación latinoamericana. Será como un emblemático “intermediario cultural”, tal como lo entiende el historiador marxista francés Michel Vovelle, categoría de análisis que emplea de manera brillante la doctora Isabel Hernández Lameda en magnifica Tesis Doctoral que tuve el honor de tutorear en 2019. Es decir que Chío Zubillaga se nutre de la alta cultura de las élites alfabetizadas y la pone al servicio de las clases populares irredentas.
Foto: Cortesia de El Impulso