Por Francisco Zambrano Gómez
El Dalai Lama recomienda como principio de sabiduría y felicidad que: “una vez al año ve a algún lugar en el que nunca hayas estado”. Mi espíritu aventurero antes me incitaba a conocer ese nuevo lugar lo más lejos posible de mi casa, pero con la crisis económica de nuestra Venezuela actual me conformo con conocer la casa nunca visitada de algún vecino.
Durante muchos años estuve recorriendo la ruta Cabudare-Carora dos veces por semana por razones laborales. En las cercanías del sector Turturía había un letrero a orilla de carretera que señalaba “El Circo” con una flecha hacia afuera en la entrada de un camino de tierra. Como nunca oí hablar de pueblo o caserío con ese nombre no me molesté en cruzar a conocerlo. Sin embargo, una tarde que circulaba por el sector “El Circo” vi un rebaño como de treinta chivos arrodillados a la orilla de la autopista esperando la orden del pastor para cruzar, y efectivamente, después que yo pasé vi por el espejo retrovisor como los chivos se levantaron y cruzaron la vía todos juntos.
Semanas después, y haciéndole caso al Dalai Lama, decidí desviarme en mi camino habitual para entrar a conocer algún lugar nuevo ese año. En el letrero que indicaba la entrada a “El Circo” cruce a mi izquierda y comencé a circular un tortuoso camino de tierra. Cinco kilómetros más adelante no había visto rastros de pueblo, caserío o sitio en particular que ameritara ser conocido. Decepcionado decidí regresarme y volver por el camino recorrido. Aproximadamente un kilómetro más adelante encontré un rebaño de chivos arrodillados a orilla del camino con un pastor que los entrenaba. Si no podía conocer un sitio nuevo al menos valía la pena conocer alguien nuevo, y me detuve a conversar con el pastor. Era un hombre flaco, alto, de piel tostada por el sol y más de setenta años. Cuando le pregunté dónde quedaba “El Circo” sacó una totuma con un tapón de tusa y me dijo: “si se echa un palo de cocuy le echo el cuento”. Dos tragos de cocuy después ya tenía mi mente lo suficientemente despejada como para escuchar la historia que me contó.
“Eso fue por allá, por los años 70 del siglo pasado, dos hermanos de Cabudare, uno se llamaba Jonathan y el otro creo que Felipe, de apellido Piñero, o Liscano, no estoy seguro, que vieron un circo internacional en Barquisimeto, de esos grandes que tenían elefantes, tigres y leones, y se emocionaron tanto que decidieron armar su propio circo. Como en esa época estaba de moda que los circos llevaran el nombre de unos hermanos decidieron darle un nombre pretencioso y de carácter internacional a su proyecto, por lo que acordaron llamarlo como un libro o una película, no estoy seguro, que habían visto y que se llamaba Los hermanos Karamazov, de un ruso o un soviético, no estoy seguro. La carpa la hicieron con encerados de gandolas y tubos oxidados que fueron encontrando en las chiveras; en total el aforo no llegaba a las cincuenta personas. Los artistas los fueron reclutando por todo el país. El trapecista fue un indio warao que vieron cruzando árboles en el llano, el mago fue un político fracasado que conocieron en Sabaneta de Barinas; consiguieron un domador de chivos en Maquigua o Macuquita, no estoy seguro, lo cierto es que lo encontraron en una aldea del estado Falcón; ese fue el domador que me enseñó a adiestrar estos chivos. Tenían un número con un margariteño que hablaba tan rápido que nadie le entendía; el que lograra entenderlo se ganaba una entrada para el día siguiente. El truco era que además de hablar rápido decía trabalenguas al revés. Parece que de ahí fue que salió el trabalenguas de la famosa canción Los dos gavilanes, ¿usted la conoce no? A ver, repita rápido “Los tocu-tocuya-le-da-le-danos van tomados de la mano como hermane-da-le-danos con su cantaro-virano tamunangueándole y dándole por todiquitiquitiquitiquito el estado Lara”. Jajaja, no pudo, jajaja, es difícil. Bueno, como le iba contando, el domador de chivos también había logrado amaestrar un batallón de piojos; al terminar la función advertían al público que se estaban llevando la cabeza llena de piojos y que si querían sacudírselos tenían que regresar a la función del día siguiente para recuperarlos. El lleno de público estaba garantizado. Los payasos eran un gordo y un flaco maracuchos que se burlaban de todo el mundo; hacían chistes de gochos y de valencianos que no le gustaban a mucha gente, pero hacían reir algo. El chiste que más hacia reír era aquel de Juan Vicente Gómez diciendo que los tachirenses tenían cara de bobos pero eran vivos, los trujillanos tenían cara de vivos pero eran bobos y los merideños tenían cara de bobos y eran bobos. ¡Échese otro palo de cocuy que está bien bueno¡ El mago como le conté era un político que sólo robaba a la gente; hacia magia para sacarle la plata al público sin que se dieran cuenta. Más de una vez tuvo que salir un negro barloventeño que hacia el papel de forzudo a defenderlo para que no lo lincharan. Hipnotizaba al público con mucha labia y una mirada penetrante para hacerles creer que tenían la barriga llena, y al chascar los dedos todos se despertaban a la realidad muertos de hambre devorando todas las chucherías que vendía el circo. Era tan pirata que el acto de escapismo consistía en enseñar cómo se le escapaba todas las noches a la esposa para irse al bar. Hacia otro truco que consistía en hacer una elección entre el público a ver quién era el artista más querido del país y siempre ganaba él aunque nadie votara. Había también una mujer muy bonita llamada Sol, creo que de Tucacas o Chichiriviche, no estoy seguro, que tenía un cuerpazo espectacular de mulata caribeña; Hacia de malabarista, bailarina exótica, recogedora de votos para el mago, vendedora en taquilla y hasta amamantadora de piojos del domador. Sin duda era la principal atracción del circo. Pero tenía el defecto de ser muy cabezona. Un día que caminaba sobre la cuerda floja pasó una brisa que le meneó la cabeza y por el peso se cayó a la pista fracturándose varios huesos que le impidieron seguir sus rutinas artísticas. Como ya tenía varios hijos de otros varios artistas del circo decidió montar un nuevo número llamado “el planetario”, que consistía en que ella, con su enorme cabeza y afro pintado de amarillo, interpretaba el sol, y sus variados hijos eran los planetas que rotaban a su alrededor. La hija pelirroja era Marte, la otra hija más bonita era Venus, ataviada con un provocativo vestido griego; el hijo gordo era Júpiter y el hijo mayor, que había sido obrero petrolero en Cabimas, usaba el casco petrolero y hacía de Saturno. Tenía un hijo que no le gustaba bañarse y andaba todo el tiempo sucio y lleno de tierra, a ese le toco interpretar a la Tierra; la nieta albina personificaba a la Luna; los payasos hacían de Neptuno y Urano. Y así, todos los planetas caminaban lentamente alrededor de mamá Sol con un juego de luces que impactaba a todo el mundo. ¿Se va echar otro palito? El cuento es, que cuando se presentaron en Carora, no sé si en Campanero o El Roble, no estoy seguro, un godo de esos platudos se enamoró perdidamente de Sol. Como si en Carora no hubiera sol, a ese ganadero se le antojo casarse con la reina del circo de los hermanos Karamazov. Todos los días era el primero en llegar a las funciones para ver a Sol en la taquilla y devolver los piojos que se había llevado la noche anterior. Ofreció ser Mercurio para estar más cerca de Sol todos los días, pero el sindicato del circo se opuso. Al pobre Mercurio Oropeza no le quedó más remedio que llorar lluvias de meteoritos cuando el circo se fue de Carora hacia Barquisimeto. El circo siguió presentándose de pueblo en pueblo que encontraba en el camino hasta que llegó aquí, que estaban en fiestas patronales. Armaron su carpa, le dedicaron la primera función a la Virgen del Perpetuo Socorro y se establecieron para actuar una semana. ¡Cual va ser la sorpresa! Al siguiente día llegó Mercurio Oropeza decidido a comprar el circo. No valió ningún pero. La oferta que hizo fue tan tentadora que los hermanos Jonathan y Felipe Karamazov, o Piñero, ya no estoy seguro, no les quedó más opción que aceptarla. Todos los trabajadores fueron liquidados y los animales, incluyendo los chivos amaestrados, se quedaron rondando por aquí. El sistema solar se expandió. El sol se fue a vivir en la finca de Mercurio Oropeza por los lados de Pie de Cuesta y los planetas siguieron su paso gravitando en las orbitas de Jabón, El Venado, Quebrada Arriba y La Pastora. Como Sol se quedó sola en la casa la mayor parte del tiempo adoptó dos perros marrones raza cacri que bautizó con los nombres de Galileo y Copérnico. En los solsticios de invierno y de verano el sistema solar se reunía en pleno, ya con Mercurio aceptado, en la vieja carpa del circo para celebrar grandes fiestas celestiales, a las cuales invitaban a los antiguos artistas del circo. Al único que no invitaban era al mago, que por mañoso se había ganado la antipatía de todos. Una vez quiso entrar a la fiesta, chapeando con una credencial de diputado y Copérnico le dio una mordida que lo ahuyentó hasta la galaxia de Andrómeda. ¡Otro palo de cocuy y le cuento el final¡ Así duraron varios años hasta que Sol y Mercurio se murieron. Los planetas siguieron cada uno por su lado y de los demás artistas más nunca se supo. Lo único que quedó fue la carpa montada aquí, deshabitada e inútil disputada por dos concejos comunales, que como no se pusieron de acuerdo en su uso terminaron quemándola. Estos chivos es todo lo que queda del Gran Circo Internacional de los Hermanos Karamazov”.
Después de esa larga historia sólo me quedó decirle al viejo y sabio pastor unas conmovedoras palabras:
-Verga amigo ese cocuy si está bueno.
Como recuerdo de esa agradable conversación el viejo Hipólito Piña, que así se llamaba el humilde y memorioso pastor, ofreció regalarme un chivito para que lo criara de mascota y me cuidara. Yo no estaba muy seguro de qué podía hacer con un chivito en mi casa, pero la sonrisa de aquel animalito, sabiendo que iba a salir de aquel tierrero, me cautivó para aceptar el regalo. Le di mis más sentidas gracias, nos dimos un fraternal abrazo, le di la eterna promesa de volver, coloqué el chivito marrón en el puesto del acompañante y retomé mi camino de regreso a la ciudad de Cabudare. Unos cuantos kilómetros más adelante, ya en la autopista, la oscuridad de la noche que había caído sin darme cuenta me hizo perder la concentración. Ver la luna y las estrellas me hicieron pensar en el sistema solar y en el cuento que minutos antes había escuchado. De repente un inesperado pájaro negro se estrelló contra mi parabrisas y me hizo frenar bruscamente. Del susto se me disipó cualquier vestigio del alcohol en mi cabeza. Me estacioné en el hombrillo para revisar los daños y me acordé del chivito que había caído al piso del carro. Al levantarlo vuelvo a ver la misma cara sonriente que me había cautivado, pero se había convertido en un cachorro marrón de un perro raza cacri. Desde entonces el perro Newton ha sido el mejor guardián de mi casa.