Por Francisco Zambrano Gómez

Mérida ha desarrollado en las últimas décadas una interesante tradición de pintores copistas de obras de arte. Lo que comenzó con algunos pintores paisajistas con pintura al óleo o a base de chimo (pasta de tabaco) instalados en el estacionamiento del teleférico o en la plaza Las Heroínas, se trasladó masivamente a la entrada de la ciudad por la avenida Universidad, donde podemos observar una extensa galería a cielo abierto llena de colores y nostalgias.

Fue precisamente la nostalgia lo que invadió a Felipe Muñoz cuando visitó Mérida hace algunos años. Al entrar a la ciudad y contemplar la exposición de cuadros  en la avenida Universidad recordó cuando él trabajó en ese oficio de copista en el estacionamiento del teleférico. Su condición de oriundo del sector Barinitas (hoy llamado sector Teleférico o Heroínas) lo llevó a soñar con ser montañista y con ingresar al seminario San Buenaventura  para ordenarse de sacerdote. Lo primero lo mantuvo como hobby durante muchos años y lo segundo lo logró gracias a su parentesco lejano con el padre José “Pepe” Contreras Pulido, que para ese entonces era el rector del seminario. Su vocación religiosa se vislumbró cuando lo nombraron monaguillo de la capilla del seminario y cuando lo vieron ataviado con un vestido largo y negro de luto de su mamá leyéndoles el catecismo a las gallinas del corral. Los días en que no tenía clases en la escuela se sentaba en la puerta de su casa a montarle cacería al padre Villa, que generalmente salía repleto de chocolatines para repartir entre los niños que encontraba en su camino. Un día le ofreció compensar todos los chocolatines obsequiados con una gallina del corral de su abuela. A los pocos días llegó el padre Pepe Contreras, muerto de la risa, a hablar con la abuela exigiendo la gallina ofrecida por Felipe.

Felipe demostró también tener vocación artística. Durante sus años de bachillerato aprovechó para hacer cursos de pintura en la escuela de artes de la Universidad de los Andes y para pintar el pico Bolívar de diversas formas y estilos. Enteradas las autoridades del seminario de las habilidades pictóricas de Felipe, le pidieron que pintara una colección de copias de obras pictóricas y escultóricas famosas inspiradas en el catolicismo. El encargo fue cumplido con insospechada maestría, y la colección de diez pinturas fue tan elogiada que quedó expuesta permanentemente en los pasillos internos de la entrada del seminario.

Al ordenarse de sacerdote Felipe fue enviado a una parroquia de los pueblos de sur del estado Mérida. Allí la soledad, el ocio y las tentaciones de la vida lo llevaron a caer en el alcohol, y consecuentemente a ver bonitas a todas las mujeres de la parroquia. Ofreciendo indulgencias con capulario ajeno llegó a ser  padre cuatro veces en dos años, una como padre de la iglesia y tres como padre de tres niños de distintas mujeres. Su condición de padre de la iglesia fue revocada al primer conocimiento de sus sinverguenzuras, las otras tres paternidades fueron confirmadas por el tribunal de protección de niños y adolescentes de la época. Excluido del sacerdocio se fue para Barquisimeto a probar suerte como profesor de pintura.

Invadido por la nostalgia al ver los cuadros en la entrada de Mérida, decidió visitar el seminario para conocer el estado de su colección de pinturas. Su sorpresa fue mayúscula al enterarse que los cuadros todavía estaban expuestos en los pasillos del imponente edificio y que eran muy apreciados por todos. Sin embargo, el secretario del instituto que sirvió de guía en la visita, aprovechó para exponerle algunas quejas sobre sus cuadros. Al enseñarle la copia de La última cena de Leonardo Da Vinci le preguntó:

-¿No ve algo raro en este cuadro?

Felipe quiso hacer alarde de sabiduría exponiendo las teorías de Dan Brown en el libro El Código Da Vinci, sobre la presencia en el cuadro de la virgen María a un lado de Jesús creando entre ellos un espacio que representa el santo grial, etc. El secretario del seminario, un sacerdote alto, flaco y muy serio en su comportamiento, le ripostó con su flema característica.

-No, lo raro es que hay doce personas, Jesús y once apóstoles.

Felipe no sabía la explicación de ese craso error, y tratando de minimizarlo respondió jocosamente:

-Es que el que falta es el que está tomando la foto.

El sacerdote respetó el quinto mandamiento de la ley de Dios y se abstuvo de hacer lo que le provocaba:

-No. Si se fija bien, en su cuadro faltan el apóstol Felipe, que coincidencialmente o por alguna razón desconocida lleva su mismo nombre, y la botella de vino sobre la mesa.

Antes de que el pintor diera otra explicación de mal gusto el sacerdote lo detuvo con un gesto de la mano y comenzó a explicarle.

-Tiempo después de que usted abandonara el sacerdocio comenzaron a ocurrir cosas extrañas con sus cuadros. Cualquier botella de vino pintada en sus lienzos desaparecía y en su lugar quedaba un notorio desorden. Al observar detenidamente las pinturas durante varias semanas nos dimos cuenta que el borracho desordenado era su apóstol Felipe. Constantemente desaparecía de la última cena y aparecía en otro cuadro durmiendo la borrachera. En una oportunidad su pintura de la escultura de la Piedad de Miguel Ángel amaneció con la virgen María levantando  en sus brazos a un san Felipe que no puede con la pea. El retrato de la virgen Dolorosa la encontramos un día sin velo, despeinada, con ojeras y sin poder levantar la cabeza. Cuando nos acercamos había un fuerte olor a vomito en el piso; era obvio que había bebido con su vecino de cuadro. La misma copia de la Creación de Miguel Ángel fue sustituida por Dios entregándole una cerveza a Adán. – Indignado seguía contando el secretario – Imagínese que su santo es tan necio cuando bebe  que se atraviesa en los demás cuadros donde nadie lo ha llamado. En Las bodas de Caná de Paolo Veronese, apareció una vez llegando con un grupo de vallenato. En la Transfiguración, de Rafael, sale agarrándole una pierna a nuestro Señor Jesucristo para que no ascienda. En el Regreso del hijo pródigo, de Rembrandt aparece ofreciéndole una botella de sambuca al muchacho que regresa arrepentido. – Hubo una pequeña pausa y agregó – Imagínese que en varias visitas que ha realizado el obispo hemos tenido que inyectarle Benadón a san Felipe en la pintura para que no salga tan beodo. No, no, no, esto es un desastre. – Terminó de decir el preocupado sacerdote.

-Yo la verdad no tengo nada que ver con eso. – Trató de justificarse el pintor – Me había bebido unos traguitos de miche mientras pintaba ese cuadro, e incluso utilicé como modelo de san Felipe a un borrachito que frecuentaba la plaza, pero no creo que el santo se haya alcoholizado por eso. ¿Y no han tratado de hacerle algún exorcismo? – Propuso el apenado artista.

-Si. – Respondió aún indignado el funcionario eclesiástico – Elevamos esta problemática al Vaticano y nos enviaron al mismísimo padre Amorth, que es la máxima autoridad mundial en la materia. Al comenzar el exorcismo, en lugar del previsible olor a azufre que esperábamos, percibimos un fuertísimo olor a miche callejonero. El padre Amorth llegó a la conclusión que el problema era competencia de Alcohólicos Anónimos, no de él y se fue. Seguimos investigando por nuestra cuenta y encontramos en uno de los evangelios apócrifos hallados en el Mar Muerto una sorprendente historia de san Felipe. – Dudó un momento sobre si contar el cuento y prosiguió – El tal Felipe no era ningún santo. Era un humilde borracho que comenzó a seguir a nuestro señor Jesucristo cuando se enteró que había convertido el agua en vino. Aunque se la pasaba con los otros apóstoles pescadores Pedro, Santiago, Juan y Andrés, a él no le gustaba salir a pescar; se quedaba en la orilla limpiando las verduras y haciendo la fogata para hacer un sancocho de pescado cuando regresaran sus amigos pescadores. Por esa razón se ganó el vergonzoso apodo de San Cocho.

Felipe Muñoz meditó un momento sobre la historia que acababa de escuchar, y mirando sus amadas montañas que tanto lo inspiraban sugirió. – Padre, yo tengo cierta experiencia trabajando con borrachos. Si me da permiso voy a pasar una noche en esta galería para intentar solucionar este problema. Confíe en mí.

Esa misma noche, Felipe Muñoz se instaló solo en uno de los bancos de madera instalados para sentarse a contemplar los cuadros. De un morral sacó una botella de medio galón de cocuy de penca de la famosa marca Espérame en el piso, que según la etiqueta era de 57 grados de alcohol, aunque los conocedores lo negaban aduciendo que tal nivel de alcohol era imbebible. El pintor sirvió cocuy en dos pocillitos de cerámica que había comprado esa tarde en el mercado artesanal de las Heroínas y comenzó a beber. Cuando iba por su segunda ronda empezó a sentir movimientos extraños en el cuadro de la Última cena. En ese momento ocurrió uno de los frecuentes apagones de luz por racionamiento eléctrico y toda la sala quedó en penumbras. La oscuridad no permitía ver claramente los cuadros, pero si empezó a percibirse un fuerte aliento etílico y una extraña presencia comenzó a merodear la sala. Un instante después el asustado pintor sintió como chocaban los pocillos de cocuy al saludo – Salud -.emitido por una voz desconocida.  El pintor miró hacia su derecha y nebulosamente pudo observar un rostro muy similar al borrachito modelo de la plaza. Cuando pudo detallarlo bien constató que era el san Felipe de su pintura.

-Buenas noches estimado, permítame presentarme, mi nombre es Felipe y soy santo, no es que sea de San Felipe jajaja, sino que soy santo de verdad. ¿Me permite acompañarlo para que no se evapore ese elixir delicioso que usted está degustando? – expresó amistosamente el extraño personaje.

Y comenzó una larga y amena conversación entre el autor y su obra, o entre borracho y borracho. Unos cuantos tragos más adelante ya el santo estaba bastante desinhibido y comenzó a contar secretos de la iglesia católica.

-…Todo eso es mentira, puros embustes. Ese cuento de que yo soy un santo borracho lo inventaron los judíos por envidia. ¿Usted conoce el cuento de los siete varones apostólicos, esos que según la leyenda fueron enviados por san Pedro y san Pablo a evangelizar la antigua Hispania? Yo si los conocí. Se llamaban Torcuato, Tesifón, Indalecio, Segundo, Eufrasio, Cecilio e Hiscio,  y toititicos bebían miche, pero claaaaaro, como yo era el que los brindaba el borracho era yo, el hijo de Betsabé, el más pendejo…- Y siguió contando infinidad de historias escabrosas que no podemos mencionar aquí porque fueron contadas en secreto de borrachos, en supuesto grado 33.

Cuando ya los dos Felipes estaban borrachos, el pintor quiso dar por terminada la tertulia y sirvió los dos últimos tragos, de pocillo lleno, brindando:

-Por ellas, aunque mal paguen.-

-Por ellas- celebró el santo. Chocó los pequeños vasos y se tomó todo el contenido de su vaso de un solo trago.

No se sabe si el antiguo sancochero tenía muchos amores contrariados por los cuales sufrir, pero lo cierto es que comenzó a estremecerse violentamente. Todo el cuerpo comenzó a convulsionar y empezó a brincar por toda la sala. Levantaba los brazos al cielo clamando perdón, lloraba, reía y volvía a llorar. Caía al suelo y se levanta de un brinco. Gritaba frases en arameo, en árabe y en hebreo. El verdadero exorcismo había comenzado. Fue entonces cuando durante uno de los desmayos del santo el pintor aprovecho para amarrarlo de una de las columnas del pasillo. El santo comenzó a blasfemar en contra del artista y este último (que del susto ya le había pasado la pea) se arrodillo frente al cuadro de la última cena y comenzó a rezar a Jesús y todos los santos.

-Ave María purísima,  perdona todos mis pecados y no permitas que le ocurra nada malo a san Felipe… Yo te juro que no vuelvo a beber, pero no permitas que el santo se vaya a morir aquí… Yo te juro… – Hasta que se dio cuenta que no podía hacer más nada. Cansado de los insultos del santo y temiendo represalias de las autoridades eclesiásticas, optó por huir del seminario sin despedirse de nadie.

Dos años después Felipe Muñoz volvió a Mérida. Al instalarse en la casa familiar ubicada diagonal a la puerta del seminario, lo picó la curiosidad de averiguar qué había pasado con el buen amigo san Felipe. Con evidente vergüenza se dirigió al seminario y preguntó por el secretario de la institución. Al entrevistarse con el sacerdote este lo recibió muy contento y agradecido poniéndolo al tanto de todo lo que había pasado desde su visita anterior:

-Su visita fue un verdadero milagro. Gracias a su captura internamos a san Felipe en un retiro espiritual de dos meses en San Javier del Valle, y después lo obligamos a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. El tratamiento dio resultados muy satisfactorios y san Felipe ya no prueba el alcohol. Claro, tuvimos que borrar todas las botellas de vino que usted pintó en sus cuadros para evitar una recaída del santo, pero en líneas generales, todo ha sido positivo. Por cierto, respecto a usted, y a petición de su amigo san Felipe, convinimos en que cuando usted se muera lo íbamos a solicitar su beatificación, pero usted está tan rayado que aceptamos que el perdón de sus pecados es muchísimo más que suficiente, y sin derecho a santidad. – El pintor quedó sumamente impresionado por lo que acababa de escuchar, humildemente aceptó el perdón de sus pecados y pidió ver a solas a san Felipe.

Al pararse frente al cuadro de la Última cena sintió como se estremeció la pintura. Aunque todos los apóstoles miraban cándidamente a Jesús, san Felipe lo miraba a él con cara de perro ofendido. Felipe Muñoz levantó la mano en son de saludo y el cuadro casi se cae por una brusca sacudida. Extrañado veía como la técnica de pintura observada en los cuadros de la catedral de Mérida, por medio de la cual los personajes pintados lo siguen a uno con la mirada, y que él siempre quiso imitar sin éxito, había logrado materializarla en san Felipe que lo seguía con una mirada sanguinaria por toda la sala. En un momento en que dio la espalda al cuadro sintió como la pintura se precipitó al piso inexplicablemente. Felipe Muñoz no aguantó el terror, y al igual que la última vez que estuvo allí, volvió a salir corriendo del seminario sin despedirse de nadie.

En la plaza las Heroínas se detuvo. Se sentó en uno de los bancos de madera a reflexionar mirando  los picos como siempre le había gustado hacerlo. Luego de meditar profundamente se levantó y se fue caminando a la bodega de Margarita al final del pasaje Santa Fe. Pidió una cerveza y comenzó a beber para emborracharse y comenzar a recuperar todos los pecados que le habían absuelto, convencido de que si al morir se iba para el cielo arriba lo iba a estar esperando san Felipe para darle su merecido.

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