Por TOMÁS GONZÁLEZ PATIÑO

P R Ó L O G O

Este escrito tiene como base a la vieja y maravillosa leyenda que se refiere al Nazareno de Achaguas, la cual aquí se presenta como desarrollada en una imaginaria vida diaria de esa población, en épocas pasadas.

Por ello, aunque no es usual en este tipo de obras, se hace necesario incluir a manera de prólogo, un homenaje al autor de dicha tradición, que no podía tener un escenario de inferior importancia que la proporcionada por tan bella ciudad.

Nazareno de Achaguas

Achaguas es una población llanera que flota en la línea divisoria que separa al llano afuera del llano adentro. Allí se diría que comienza el adentro del llano venezolano, la tierra donde los límites del escenario contemplado por la mirada humana, permanecen ocultos y donde todos los días al atardecer, el Sol a lo lejos, se hunde en la sabana. Es donde la tierra se aprecia redonda y donde la imaginación vuela por la anchura del paisaje llegando adonde cae el cielo sobre la llanura y sigue más allá, traspasa la línea del horizonte y continúa hasta donde está la fantasía, estancia que no tiene límites. Quizás allí se empieza un vuelo por los infinitos celestiales.

Como todos los pueblos, Achaguas tiene calles, tiene esquinas, plazas, iglesias, casas blancas de ventanas balconadas con balaustres de madera y solares habitados por matorrales y mogotes. Algunas de sus calles son de tierra y albergan charcos remanentes de pretéritos chubascos. Son como claraboyas y miradores, al través de los cuales se puede ver pasar la blancura de las nubes que se reflejan en sus imaginarios cristales formados por las aguas en reposo. A través de ese celestial postigo se asoman las bestias de trabajo, ausentes del maravilloso y sideral espectáculo que deja ver aquel acuoso mirador hacia los cielos. Ellas en actitud pragmática se limitan a mitigar la sed que al momento las agobia, no se percatan del paisaje que ofrece el firmamento y sin saberlo, destruyen ese fascinante cuadro celestial. De trecho en trecho, el suelo de las calles presenta paños verdes de hierba fresca donde esas bestias, en espera de sus dueños, satisfacen su tentempié de la hora.

Desde muy temprano en las mañanas, las calles están pobladas de personas y jinetes de la más variada presentación. Comerciantes de ganado que traen su preciosa mercancía semoviente, integrada por animales vacunos que dóciles y hasta alegres, agrupados en las llamadas “punta de ganado” caminan sin suponer su trágico final. Agricultores de maíz, sorgo y pastos que vienen a la ciudad en busca de sus agrícolas insumos.

La fama de esta comunidad es anterior a los tiempos en los que Venezuela libraba la batalla por su independencia.

Ya en la época emancipadora, cuenta la historia como hecho importante, que la imagen de Jesús Nazareno, venerada en esta ciudad, fue donada por el General José Antonio Páez en cumplimiento de una promesa que, desde Achaguas, hiciera al hombre de La Cruz, en petición de ayuda para alcanzar la victoria en la definitiva batalla de Carabobo. Esta milagrosa figura quedó luego como égida de la ciudad y posiblemente origen de la maravillosa leyenda alrededor de la cual giran estas letras.

El estival cielo azul provoca sobre los pobladores y durante las horas meridianas, una especie de sopor. El ruido del campo, el concierto de las mil aves que alegres cruzan por los aires volando de rama en rama y el lejano, casi imperceptible mugir del ganado, conforman un recital de la Naturaleza. Las hojas secas de los árboles impulsadas por la suave brisa, caen para rendir su tributo a la alfombra vegetal que año a año y a los pies de sus progenitores, se va construyendo. Ese rumor de ruidos encontrados, suena como concierto de función de gala que se ve acompasado por el bramar de la vacada, que como nota musical de contrabajo, pasta en las sabanas aledañas.

Cuando arriban los tiempos invernales, todo cambia. El monte, los árboles y las sabanas reverdecen, todos estrenan un nuevo traje que con su propia tonalidad de verde, imprimen al conjunto la armonía de la belleza. En los días claros, las hojas de los árboles, con el reflejo de los solares rayos que no logran colarse a través de su follaje y con el suave mecer de hamaca producido por el viento, presentan el espejismo de fugaces pinceladas con apariencia de metal preciado y cierto brillo de lentejuelas. El tiempo de amodorramiento es otro, se cambia por la exaltación. En esos momentos rugen las nubes con ensordecedores truenos que el oírlos, es prueba de haber sobrevivido a su inexorable y zigzagueante chispa luminosa, cuya luz de cegadora claridad meridiana, alumbra a toda la sabana. Proliferan por doquier los charcos y lagunas que hacen desaparecer la sequedad veraniega. La sabana no ofrece gabán alguno que permita guarecerse de la lluvia. La llanura toma otra fisonomía, parte de ella pasa a un estado submarino, queda sumergida y da vida a múltiples especies de peces y hasta la baba, pequeño caimán de la sabana. Aparecen las garzas que se posan en las riveras de las aguas y pasan a engrosar la legión de aves que cruzan el ambiente.

Don Cipriano era morador de Achaguas, hombre corpulento cuan gigante de los cuentos de Gulliver en el país de Liliput, de aspecto huraño, de gris plomizo vestimenta, saco de dril, sombrero negro calado hasta las orejas y zapatos de charol que cuidaba con esmero.

Para los ojos parroquianos exhibía una mirada de metálica dureza, completamente extraña a la condición humana que promediaba en aquella zona. Por ello era juzgado como una persona desagradable. No pocas mentes radicales, hasta enemigo del común de los habitantes del lugar, lo consideraban.

Vivía solo, nadie conocía como desenvolvía su misteriosa vida cotidiana. A su casa, persona alguna nunca había entrado. Todo su atuendo y habitual actitud, conformaban su aspecto repulsivo, el cual se presentaba discordante con el resto de la comunidad. Todo diametralmente opuesto a las costumbres, gustos y a la manera de ser abierta y solidaria de los integrantes de aquel conglomerado, quienes eran hombres de ropa sencilla, liviana, casi siempre de colores claros, sombrero de cogollo y en los pies, alpargatas con planta de suela,  tejidas con pabilo y abiertas adelante. Es decir, toda la indumentaria liviana y fresca, adecuada al medio ambiente llanero.

Pero quiérase o no, Cipriano era un personaje que de una u otra forma, participaba en la vida diaria de aquella apartada pero maravillosa comunidad llanera.

Por su ocupación y proceder como prestamista, lo consideraban avaro. Según opinaban los vecinos de aquel pueblo, amasaba considerable fortuna para alimentar sus ávidos e insaciables bolsillos. Las personas se acercaban a él sólo cuando la necesidad los obligaba a buscar el auxilio de sus préstamos, cuyos intereses no se sabe si eran usureros. El caer en sus redes generaba en lo profundo del usuario un sentimiento de animadversión, rechazo y en algunos casos como aderezo, hasta un poco de odio. Sin embargo, al momento de la necesidad satisfecha por el rescate ante el apuro financiero, lo miraban hasta con una cierta, pero no menos fingida simpatía. En  ese instante para el prestatario era algo así como lo que siente el nadador improvisado, hacia quien le tiende la cuerda salvadora. Ese forzoso sentimiento de agradecimiento por el apoyo conseguido, desaparecía a la hora de ser alertados para cumplir la parte desagradable de los préstamos, la inexorable cancelación, al anticipo que otrora fuera considerado salvador.

En ese momento sus deudores parroquianos, a pesar del beneficio recibido, lo juzgaban como ingrato personaje. Es decir, para los que acudían a su auxilio, poseía la cualidad de cambiar su imagen y pasar de graciosa, al solicitar el préstamo, a desagradable cuando éste era de término vencido.

En contraposición de aquel sujeto abominable de esotérica apariencia y de diametralmente opuesta posición, existía otro en aquel poblado. Un personaje que no por misterioso dejaba de ser caritativo, solidariamente humano y profundamente querido. Deambulaba por las calles durante avanzadas horas de madrugada y de manera sorpresiva e invisible, auxiliaba a los más necesitados. Lo hacía lanzando dinero por las ventanas de las casas habitadas por desamparados pobladores de aquella región. Sobre todo lo hacía a viudas, débiles madres cargadas de hijos, ancianos menesterosos y otras personas vulnerables por las necesidades mínimas. A ese personaje de las sombras, desconocido, enigmático y también amado, lo tenían como el milagroso Nazareno, quien con sus sagradas manos auxiliaba a los más débiles.

Un día, un parroquiano al pasar por las puertas de la iglesia, oía al párroco del pueblo en su dominical sermón, cuando se refería a las palabras del Hombre de Nazaret, — “No juzguéis para que no seáis juzgado” “Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha” El clérigo decía: —“Nunca se puede saber lo que cada uno guarda en su corazón” “La aparente maldad o dureza de una persona, podrían ser realmente bondad y dulzura en lo profundo de su corazón y por el contrario, la aparente benignidad podría ser realmente maldad o al menos indiferencia. Algunas veces las apariencias no reflejan la realidad”

Llamó la atención al transeúnte el contenido de aquella prédica. Para oírla y mitigar a la vez el calor meridiano que en ese momento azotaba al lugar, pensó que lo mejor para ello era colocarse bajo el samán de las sombras que presidía la plazoleta de la capilla, pequeña plaza, que como todas las iglesias, tiene al frente. Bueno, hay dudas en saber si se trata de una iglesia que posee una plaza, o una plaza que tiene una iglesia. Pero en fin, más de un transeúnte por considerar de interés aquel mensaje, permaneció atento en la cercanía mientras duró aquella plática.

Tiempo después falleció Cipriano, lo cual en el pueblo generó una no bien disimulada alegría por la desaparición del personaje de repudio colectivo, quien por su aspecto y comportamiento, nunca fue aceptado en el seno de aquella comunidad local. No faltó el escondido y temeroso contento de ancianas devotas, que en pecaminosa y no bien disfrazado regocijo, aunque tímidamente, se alegraban por tal desaparición, pero sin dejar de santiguarse para resguardar su derecho al futuro perdón Divino.

Fue notorio que después de aquel mal disimulado júbilo colectivo, originado por tal acontecimiento en el cual el agiotista se marchó para siempre, también se ausentaron las caritativas manos del enigmático personaje que suponían a El Nazareno y que en sus misteriosos y noctámbulos paseos, prestaba auxilio a quienes por su condición de desvalidos, recibían el socorro que tanto necesitaban. Pero sí,… los habitantes de aquel pueblo sin saberlo, estaban en lo cierto, era  realmente el Hombre de la Cruz quien, con un instrumento tan extraño, tendía sus sagradas manos a los más necesitados y además del oportuno auxilio, en esta oportunidad dejó como enseñanza una lección conmovedora.

Bien decía el sacerdote aquella vez en la dominical homilía que por casualidad fue oída, “No juzguéis para que no seáis juzgados” “Que tu mano izquierda no esté al tanto de lo que hace la derecha” Se podría agregar aquí el contenido de una de las Obras de Misericordia “Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”

¡Quién sabe ahora! Cuál será la futura herramienta que utilizará el Altísimo, para la Nazarena ayuda.

Foto: Cortesia de Los Sabios del Toreo y Globovision, respectivamente

Tomás González Patiño
Tomás Gonzalez Patiño es un prestigioso ingeniero venezolano que ha dedicado muchos años de su vida a prestar servicios profesionales a distintas industrias y organizaciones de ese país, y quién tiene la fabulosa habilidad de combinar los números con la escritura, deleitándonos con ingeniosos cuentos y ahora poesía. El publicó el Libro “El seminarista que Colgó los Hábitos” y más recientemente "El Alfarero Solitario"