Hace varios años, cuando todavía era estudiante de la universidad, y viajaba todas las tardes en un apiñado colectivo de la línea 60, de pie y haciendo esfuerzos por no caer encima de la persona que tenía sentada en el asiento individual frente a mí, escuché una conversación que aún hoy me da vueltas en el recuerdo.
Eran dos mujeres que hablaban sobre sus hijos radicados en el exterior. Una de ellas se quejaba porque su hija ya no hablaba casi el español, de tanto estudiar y codearse con los jóvenes amigos de su universidad. La otra, tal vez más centrada, le dijo una frase que me pareció sabia.
«- Mirá, tu hija podrá hablar en el idioma que se le ocurra, pero hay tres cosas para las que siempre va a usar la lengua materna: para contar, para insultar, y para rezar.»
Ahora, con la distancia que dan los años y la experiencia, yo agregaría una más: para escribir. Nacemos con dones. Nos dan la vida, nos dan un nombre, nos dan un idioma. Una lengua que escuchamos desde las canciones de cuna, los arrullos a media tarde, y luego las palabras que se van colando en un entendimiento cada vez más concreto y certero. Nada de esto lo elegimos. Se nos da, como un don, como una marca, acaso como un estigma. Pero con el paso de los años, aprendemos a asumir estos dones como propios. Creo, en definitiva, que también elegimos un idioma, aunque seamos políglotas, y es aquel que usamos en las circunstancias más íntimas de la vida, en los momentos cruciales, en los que ya no cuenta nada más que nosotros mismos, en los que estamos solos frente a frente. Allí no hay máscaras, no hay espejos donde lucirse frente a otros, y allí hablamos el idioma esencial que nos constituye como personas, que es aquel mismo que escuchamos al nacer.
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Artículo tomado de Edición N° 1 De Aldea Educativa Magazine
Mercedes Soledad Moresco
Directora de la escuela de español
Educando a América
ea@educandoamerica.co