Por Nelson Ures Villegas. (Contenido en el libro: “Cuentos en Barquisimeto”)

He tenido la dicha, después de los seis años de edad, de vivir en casas en cuyo frente estaba un playón, ¡esto es una gloria para cualquier ser humano en su etapa de niñez y adolescencia! Más aún el hecho ser, la nuestra, de una condición social de pobre, humilde, marginal o como la sociología nos quiera clasificar. Allí es donde se equivocan quienes creen que por pobres estamos condenados a ser infelices en todo momento.

Un playón es nuestro boleto a momentos inigualables de dicha. ¡Si es verdad! casa pobre; familia proletaria, donde comen dos comen tres, goteras cuando llueve, hoy si mañana no, pocos o ningún servicio público, ¡pero un playón! Esa es la gran oportunidad para dar el gran salto al horizonte.

Para quienes no saben de ese paraíso de los pobres, un playón es un terreno baldío, grande, sin propiedad conocida, extendido a lo que den tus ganas de correr, de encharcarte con la lluvia, de consumirte todas las horas del día como si fuera un juego, de elevar papagayos y buscar lo que no se te ha perdido. Un playón es una escuela sin cerca y sin Director, un permanente recreo. Es la oportunidad que pudiste tener, en tierra y aire, de ser libre, antes que la arrasadora presión urbanística desapareciera tus huellas.

Yo, así como ustedes me ven, pobre aún, y de una felicidad inusual y extraordinaria, tuve la fortuna de vivir en mis tres estaciones de mudanzas a las que el oleaje de la vida me bamboleo, frente a un playón; el primero, por allá a finales de los años 60, cuando el hombre ya pisaba la Luna, pisábamos nosotros el pavimento de la primera mudanza, en la carrera 24 con calle 45, por el terminal de pasajeros de Barquisimeto, estado Lara. Allí alquilamos una casa, mi papá trabajaba en un establecimiento de cambio de aceite de autos, y mi infancia de los seis años tenía como horizonte un despejado playón, que para mí fue el primer patio de béisbol, el primer escape a cielo abierto, el descubrimiento de sombras que se hicieron mis amigas, mi escape al cementerio municipal “Bella Vista” con sus enigmáticos monumentos mortuorios, mis raspones de rodillas y el dominio de la bicicleta y las noches de misterio, ¡mi playón!

Por razones también del trabajo de mi papá, nos mudamos hacia la calle 48, unas cuadras más arriba, pero en la misma carrera 24, la del terminal de pasajeros, y allí, un gran promotor del deporte a quienes llamábamos «Beto» se empeñó en formar un club de fútbol. Como yo andaba por allí, de asomado, terminé siendo parte del equipo «Valles Fútbol Club» con uniforme y todo, haciendo desde portero hasta lateral izquierdo y disputando varios partidos tanto en ese playón de la 48, donde actualmente funciona un liceo, como en canchas foráneas (más divertido salir de visitantes) Tal vez hubiera sido un buen futbolista, pero como la casa donde vivíamos era alquilada, un día tuvimos que mudarnos otra vez, y nuestra próxima estación fue en una casa que se nos asignó por vía del Banco Obrero en la naciente urbanización «La Carucieña» al oeste de Barquisimeto. En esa casa, del sector 2, avenida 4, teníamos al frente un extendido playón. El playón de mi adolescencia. Lugar para los juegos nocturnos en noches sin luz eléctrica, para la práctica de la «pelota de media» para los fuegos artificiales de la navidad, para las primeras insinuaciones amorosas, para la cacería de ovnis, para escuchar música de los Beatles en un reproductor de casete, para organizarnos en un club de deportes (“Los Escarabajos”) y darles uso a las recientes canchas de basquetbol que nadie usaba.

¡Un playón! Tiempo después, cuando me involucré a la lucha por el derecho a la vivienda, y junto a varias jóvenes familias, conquistamos y construimos un urbanismo en un sector del oeste de Barquisimeto (Barrio Manuelita Sáenz), ¡la casa que conquisté para mis hijos quedó frente a un playón que ellos disfrutaron a plenitud!

Sin duda, he sido, en ese aspecto, afortunado. Ciertamente no es toda la felicidad que necesitamos, cierto también que Barquisimeto no tiene playas, pero… un playón ¡cuánto ayuda a soñar esa felicidad que merecemos para luchar por ella!