Miguelito, cariñoso diminutivo. Así le decían por tener el mismo nombre de su padre, quien era un jornalero que tenía ocupación sólo en momentos de zafra, cuando lo contrataban para realizar trabajos específicos. Durante el resto del tiempo, después de concluir su ocasional trabajo, se mantenía inactivo, pues no había conseguido en ninguna parte, puesto fijo de trabajo.
La edad del pequeño Miguelito era la que tienen los niños cuando en solitario, dialogan con seres que, a juzgar por el desarrollo de sus juegos, asumimos bondadosos. Solamente los chiquillos tienen acceso a esos personajes, los cuales son invisibles para nosotros los adultos, pues habitan en los campos misteriosos de la imaginación infantil.
Miguel y su familia vivían en una pequeña casa solitaria, al pie de una colina, la cual era el límite de un extenso valle donde existían varias haciendas dedicadas fundamentalmente, al cultivo de la gustosa caña de azúcar.
Lo que aquel hombre ganaba, que era poco y además en forma irregular, escasamente y con dificultad le alcanzaba para cubrir el normal consumo familiar. A veces pasaba días sin tener ingreso alguno, lo cual le obligaba a llevar una vida muy austera. Recorría grandes distancias para visitar esas haciendas vecinas en la busca de ese puesto de trabajo que nunca consiguió.
Se acercaban los días navideños y los hacendados de aquella comarca, no querían iniciar nuevas actividades en el año que concluía. Las fuentes de trabajo se hacían más escasas y las posibilidades de Miguel, para obtener ingresos, eran cada vez más menguadas. No tenía cómo afrontar los gastos de aquellos días y lo más importante para él, no podría satisfacer la inocente demanda navideña de su hijo a quien amaba con todo su corazón y con toda su alma. Cada día pues, era más apremiante conseguir trabajo, el cual no logró, a pesar de sus denodados esfuerzos para obtenerlo.
En las noches y en más de una oportunidad, dirigió su mirada implorante hacia los Cielos con el fin de pedir al Creador la tan buscada ayuda. Lo conceptuaba morador de aquella inmensidad de los espacios siderales. En el firmamento sólo veía un número infinito de estrellas y luceros que brillaban inmóviles e indiferentes ante su apremiante petición y el Dios, a quien buscaba y suponía escondido dentro de aquella tachonada inmensidad, le parecía sordo e insensible ante el suplicante auxilio.
Un día, ya faltando poco para la celestial visita del Niño Dios, la madre de Miguelito, para realizar las acostumbradas compras, se dirigió al pueblo vecino. Llevó de la mano a su hijo, quien la acompañó en aquel rutinario viaje. Al pasar por las puertas de la única tienda del poblado, Miguelito vio en exhibición un caballito de juguete que llamó mucho su atención. Por insistencia del pequeño, pero alertado previamente por su madre de no poder comprarlo, entraron con el fin de obtener información. Ella, como su dinero no alcanzaba, no tenía esperanza ninguna en adquirirlo. Pensó que al menos daría la oportunidad a su hijo para curiosearlo, aunque fuera por sólo aquel instante. El tendero informó que era el último que tenían en existencia y que su precio había sido rebajado por tener una patita quebrada. La mente infantil de Miguelito, quien se mantuvo como espectador y atento observador ante el diálogo de su madre con el comerciante, se dijo a sí mismo, cosa que después comentó a su madre: —no importa que mamá no pueda comprarlo porque pediré al Niño Jesús, que me traiga uno así, con la patica telbá—. Como era de esperarse, salieron de la tienda sin haber adquirido el juguete tan deseado por el niño.
Una vez habiendo regresado y ya en casa, ella comentó el asunto con Miguel, lo cual aumentó intensamente la ansiedad que desde hacía ya algún tiempo, era de él, estrujante compañera.
La llegada del Niño Dios, se acercaba con inusitada rapidez, los días transcurrían y Miguel no encontraba la manera de satisfacer la angelical demanda de su hijo. Parecía inexorable la justificación que habría de dar a la ingenua pregunta de aquella inocente criatura, del porqué la ausencia del tan esperado celestial regalo. Por la mente de Miguel cruzaron muchas excusas de piadosa mentira, todas ellas lacerantes para él, dado el amor tan grande que sentía por su hijo. Se veía a sí mismo miserable al tener que expresarle una mentira. Entre los pretextos pensó decir que por lo alejado de la casa, el Niño Jesús no pudo llegar, o que por ser grande su ocupación en el pueblo vecino, no le fue posible atender su petición. En fin, excusas que ninguna le satisfacían.
Faltaban apenas dos días para la celebración del Sagrado Nacimiento, todo parecía consumado. Sin embargo, el Gran Dios al que inicialmente Miguel percibió como indolente, ahora atendía su llamado.
El dueño de la hacienda más cercana llamó a Miguel para que le atendiera un trabajo de emergencia, pues sus trabajadores regulares habían regresado a sus casas para celebrar las fiestas navideñas.
Con gran ilusión y empeño realizó Miguel aquella tarea, que por ser efectuada en día festivo, le produjo ingreso suficiente para satisfacer la petición de su hijo y además cubrir los mínimos requerimientos de su casa.
Con mucha emoción compartió con su esposa lo obtenido y ella, quien también había participado en la angustia sufrida por Miguel, corrió al pueblo, esta vez sin la infantil compañía. Se dirigió a la misma tienda que días atrás había visitado con su hijo y pudo comprar el ansiado juguete que ahora, ya en su poder, apretó contra su pecho como tesoro divino.
En la noche del glorioso Nacimiento, Miguel pudo colocar el caballito tan deseado sobre las diminutas y gastadas sandalias de su hijo, quien plácidamente dormía a la espera del celestial regalo. Miguel, en agradecimiento por la oportuna ayuda, elevó una oración a Dios con palabras que salían de lo más profundo de su alma y expresaban sus auténticos y genuinos sentimientos. Cayó en cuenta en que Dios siempre socorre, pero éste lo hace cuando y si es conveniente para quien lo pide. Después de aquel sublime acontecimiento y en actitud ya tranquila, Miguel reflexionó sobre todo lo ocurrido. Mentalmente se dijo: — No, no es dulce mentira, como muchos creen, la que los padres hacen con sus hijos. Sí, si es el mismo Niño Dios el proporcionante del regalo. En este caso por ejemplo, yo solamente he sido el instrumento por Él utilizado, para que mi hijo, en el Mundo maravilloso de inocencia, tenga el caballito, de la patica telbá.
TOMÁS GONZÁLEZ PATIÑO
Diciembre 2021
Foto:cortesía