Por TOMÁS GONZÁLEZ PATIÑO
Como casi todos los cuentos, éste también comienza con la célebre frase, “Había una vez…”
Así es, había una vez un muchacho de esos llamados callejeros. Vivía deambulando sin rumbo cierto, por las calles de aquel poblado. Como buen representante de ese desprestigiado grupo humano integrado por seres indebidamente considerados de segunda, se le endilgaba el nombre de pequeño vagabundo. Por su corta edad, se presumía que sería pasto seguro de la delincuencia.
Juancito era su nombre, sí, Juancito a secas. En aquel pueblo no se conocía su procedencia ni si tenía familia alguna de quien dependiera. Siempre andaba solo, era un ser solitario.
Por su aspecto se le estimaba una edad de unos diez años aproximadamente, de los cuales en sólo dos, había asistido a la escuela. Era de contextura delgada y más que eso, daba señales de sufrir un grado avanzado de desnutrición. Su color trigueño y sus ojos eran negros y proyectaban una mirada profunda en la que encubría una gran tristeza. Siempre estaba descalzo, su abundante cabellera daba muestras de no haber sido peinada desde hacía mucho tiempo. Su ropa consistía en una camisa y unos pantalones cortos, ambos deshilachados, rotos en varias partes y sucios, cuyos colores originales no podían ser determinados. Su estatura era más o menos igual a la de los muchachos callejeros como él. Su aspecto general era andrajoso y su figura famélica, dada su deficiente alimentación, que fundamentalmente consistía en algún residuo alimenticio que obtenía por las calles o muy esporádicamente, cuando algún alma caritativa le suministraba algo de comer.
Las frases que casi siempre oía, eran agrias, inamistosas y de repudio, no tenían ni una pizca de amor. Oía frases y palabras como éstas: “vete de aquí, quítate, apártate, no queremos nada de ti, ve a otro lado, etc.” Todas de rechazo y desprecio.
Pero detrás de aquella pequeña figura humana imagen de abandono, despreciable para la mayoría de las personas, existía un niño, un niño que como todos los de su edad, sueñan y participan en aventuras imaginarias que sólo tienen cabida en sus mentes inocentes, las cuales por cierto, son vedadas para nosotros los adultos.
En él había una gran obsesión por conocer el secreto del Niño Dios, de cómo era, cómo traía los regalos y sobre todo, cómo prodigaba amor, sentimiento del que nunca había disfrutado, aunque, dadas sus condiciones personales, pensaba que tal milagro para él nunca sería.
Su tristeza se manifestaba a través de sus ojos de lánguida mirada. Éstos eran el único puerto para entrar a conocer la pureza e ingenuidad propia de los niños, que como tal, él disponía en abundancia.
Esperaba con anciedad soñar con aquel Nacimiento para que, al menos en sueño, ser beneficiario de ese sentimiento de amor casi desconocido para él.
Temprano en la noche esperada, se retiró a dormir en su improvisada cama de cartón la cual era proveniente de cajas desechadas. La colocaba en el quicio de una puerta que lo protegía de la lluvia. Ya “cómodamente” instalado y muy cansado como consecuencia de su diario vagar, al poco tiempo quedó sumergido en un profundo sueño….
Su ensoñación mezclada con su imaginación, le transportaron a la Belén de hace más de dos mil años, la pequeña población de Judea donde ocurrió aquel Nacimiento. Repentinamente Juancito se encontró en aquel escenario. Era un ambiente donde la humildad brillaba, una suave melodía nunca oída, amenizada por coros angelicales, flotaba en el aire. Era un establo donde pastaban tranquilamente vacas, burros y en las afueras rebaños de ovejas y otros animales domésticos. Al contrario de los hombres, esos seres irracionales sí dieron posada a los angustiados peregrinos. Se percibía una claridad distinta a las conocidas. Varios hombres acudieron al lugar movidos por aquellos inusuales acontecimientos, pues suponían que algo especial envolvía aquel Nacimiento. Por el aspecto campesino de aquellos visitantes, Juancito supuso que eran pastores que pasaban la noche por aquellas tierras al cuido de sus respectivos rebaños.
Comentaban la existencia de un dictador sanguinario llamado Herodes, que al momento regía aquellas provincias. Para él éso no generó ninguna inquietud, pues no sabía lo que la palabra dictadura significaba. Sin embargo, aun cuando Juancito no lo sabía, todavía hoy muchos seres humanos sufren de la maldad en todas sus manifestaciones, ejercida por dictadores tan sanguinarios o más que como lo eran los Herodes de aquella época.
El pesebre que sirvió de cuna a aquel Niño, era de madera, su construcción era muy sólida. Se apreciaban señales de haber sido utilizado por mucho tiempo, en la alimentación de los animales. Estaba cubierto por una paja reseca sobre la cual María, la madre de aquel recién nacido, tendió el pañal que cubría al cuerpecito de su hijo. José su padre, ayudaba para hacer lo más confortable posible, la estadía de la Criatura y de su Madre.
Era tan agradable aquel maravilloso sueño en el cual por primera vez Juancito sintió la influencia del amor, que prefirió quedarse dormido para siempre.
Diciembre 2023