En la esquina del pueblo llamada San Estanislao, estaba la pulpería de Tiburcio R. Hernández. Era un establecimiento comercial dedicado a proveer a la comunidad de insumos alimenticios y además, como en todas las pulperías, también vendía productos distintos como: pilas para linternas, velas, mecates y otros.

Ese negocio había comenzado en condiciones muy reducidas. Al principio sólo ofrecía pocos productos, pero luego, con el pasar del tiempo y el esfuerzo constante de Tiburcio, fue expandiéndose. Al inicio tenía su sede en su casa de habitación donde vivía con su familia, la cual por cierto, en esos momentos estaba integrada por su esposa y dos pequeños hijos.

El crecimiento de su negocio continuó a través del tiempo, al extremo, que fue necesario mudarla a un local más amplio situado en la esquina donde al momento se encontraba. Tiburcio como hombre profundamente cristiano, no se cansaba en pregonar que todo lo alcanzado se debía a la ayuda de Dios.

La vida en aquella población se desarrollaba con toda normalidad. Tiburcio era una persona apreciada por la colectividad, dada su personalidad y bonhomía.

Una tarde toda aquella paz y tranquilidad que era cotidiana, fue interrumpida. Se presentó a la esquina un joven en completo estado de embriaguez, portaba aún, el vaso donde todavía existía parte de la bebida que estaba consumiendo. Descargó todas sus ofensas contra Tiburcio, a quien insultó de la manera más fiera. Lo tildó de cobarde y otras cosas más. Lo retó a pelear, si se consideraba hombre.

Ante aquella situación, Tiburcio sintió gran conmoción interna y el deseo de fulminar a ese gratuito enemigo. Sin embargo, haciendo gala de un gran control, pudo dominar ese impulso, pues consideraba que las condiciones personales de ambos no eran las mismas. Mientras él tenía su familia y era poseedor de una pequeña pulpería, el otro era un insolvente e irresponsable que no tenía nada que perder.

Así pues, Tiburcio quien no era ni por poco un cobarde, tuvo la reciedumbre de carácter suficiente para soportar estoicamente aquella lluvia de insultos, sin la natural reacción que en otras condiciones habría tenido. Sin embargo se prometió a sí mismo que vengaría aquella ofensa.

Ese sentimiento corrosivo de venganza lo llevó en su pecho por mucho tiempo. Esperaba responder  a ese reto, cuando ambos tuvieran  la misma posición social.

Con el transcurrir de los años, la fresca brisa del tiempo y su condición moral, fueron mitigando en Tiburcio, su sed de venganza, por lo que fue dejando en manos de Dios, la aplicación de la justicia.

Gregorio que así se llamaba el joven insultante, durante ese tiempo recibió ayuda de unas manos invisibles que se manifestaban a través de un amigo y mediante la cual, poco a poco, logró escalar en la vida y cambiar aquella actitud pendenciera inicial, por la de un hombre trabajador y de bien. Logró iniciar su propio negocio, se casó y formó así su familia.

Pasado el tiempo, viendo las nuevas condiciones de Gregorio, Tiburcio consideró oportuno afrontar a su ofensor.

Así un día se presentó en el pequeño negocio de su antiguo agresor con el fin de dar cumplimiento a la promesa de venganza que se había hecho a sí mismo en los momentos de la provocación. No negaba que la fogosidad inicial de desquite había desaparecido por lo que su actuación era ya sólo como para, dar cumplimiento de ese propósito, lo cual haría, aunque su ánimo de revancha estaba un tanto disminuido. Lo consideraba casi como el cumplimiento de un deber.

Pensó que si la actitud de Gregorio era agresiva, seguro se produciría la pelea que había quedado pendiente desde aquella tarde y en ese caso, las consecuencias serían impredecibles. Por otra parte, que era lo deseable, si la actitud era pacífica, seguramente hasta perdonaría aquellos antiguos hechos ocurridos.

Así pues, una mañana parado en el umbral de la puerta del pequeño local de Gregorio, Tiburcio increpó con cierta dureza a su posible contrincante

— Gregorio, vengo a responder al reto que me hiciste hace ya mucho tiempo, cuando me insultaste y me vejaste. En aquel momento no pude responderte, tenía mucho que arriesgar y tú nada que perder. No estábamos en iguales condiciones, pero ahora en cambio, sí lo estamos, tienes como yo una familia y también tu pequeño negocio.

Gregorio un tanto sorprendido al ver la actitud decidida, mostrada por el visitante, respondió:

— Señor Tiburcio ¿Usted está hablando en serio?

— Sí Gregorio, hablo en serio.

La actitud de Tiburcio hizo que Gregorio percibiera que aquel hombre venía dispuesto a enfrentarlo en cualquier terreno, para saldar la vieja deuda creada por la gratuita agresión de aquella tarde.

Un tanto nervioso por saber que él era el causante de aquella situación, respondió:

— Señor Tiburcio, perdóneme aquella infeliz actuación contra usted. Yo era un joven que no tenía ningún porvenir. Equivocadamente me dejé llevar de la mano del licor, con la esperanza de encontrar en él, el refugio que la vida y el mundo que me rodeaba, no me habían proporcionado. En esa etapa de mi vida cometí muchos errores, entre los cuales el que le trae a usted hoy aquí y del cual me siento avergonzado y arrepentido.

Hoy gracias a Dios y a la ayuda de un personaje oculto y enigmático, cuya identidad nunca he podido conocer a pesar de haberlo intentado, he logrado todo lo que usted ve. Tengo mi negocio que con gran esfuerzo he logrado establecer. Tengo a mi esposa y a un hijo a quienes amo con todo mi corazón y a quienes no sería capaz de arriesgar por nada. Así que por nada del mundo me enfrentaría con usted.

Lo que me corresponde en este momento es apelar a su generosidad para perdonarme aquella loca actuación.

Ante aquella respuesta, Tiburcio reaccionó dando rienda suelta a sus convicciones espirituales. Vinieron a su mente las palabras del hombre de Galilea, que dicen: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quien nos ofende”

Después de un breve silencio, Tiburcio respondió:

— Mira Gregorio, deseaba tener esa reacción tuya. Sin embargo vine con la firme intención de afrontar, cualquier situación. Me alegro mucho que ésta y no otra, haya sido tu reacción. Tu actitud hace que considere saldada la deuda que tenías conmigo por lo que en lo sucesivo, cuéntame entre tus amigos.

Gregorio no pudo contener las lágrimas que rodaron sobre sus mejillas.

Después de aquel desenlace, Tiburcio se sintió liberado del peso, lo corrosivo y lo equivocado que era la venganza. También, aunque casi en contra de lo que obligaba su cristiana formación, sintió el haber cumplido el compromiso de venganza hecho consigo mismo y encontró que el deseo de revancha daña sólo a quien lo lleva.

Al despedirse dijo: !Ah! una última cosa Gregorio, quiero que sepas, que ese personaje misterioso quien te ha  ayudado, he sido yo, lo hice con la firme intención de tener este encuentro.

TOMÁS GONZÁLEZ PATIÑO
Marzo de 2022

Foto cortesía de Leandro Vivas