Corría el año mil novecientos cuarenta y siete, para ser exacto, eran días del mes de Marzo de aquel año. El pueblo donde se desarrollaba esta historia, estaba habitado por gente laboriosa. La actividad económica principal, era la derivada de la agricultura y la cría. En los alrededores se encontraban varias fincas productoras de diversos frutos, leche y algunos derivados lácteos. Existían otras actividades de menor escala, que también contribuían con la creación de empleos. Solamente las calles principales del pueblo estaban pavimentadas, las otras permanecían en estado natural, con piso de tierra donde se formaban baches que, durante la época de invierno, se llenaban de agua y formaban inmensos barriales que interrumpían el poco tránsito de vehículos. Pero bueno, eso era cuando llovía con frecuencia, no ahora en los momentos en que se desarrolla el relato, cuando la sequía es pronunciada.

Las casas, en su colocación, guardaban una cierta alineación que no era recta, por lo que las calles presentaban torceduras y la cuadrícula urbana era formada por manzanas de formas caprichosas.

Todas o casi todas las casas, eran de una sola planta, sus paredes de tapia, de grosor considerable y sus techos cubiertos de tejas, por cierto ya ennegrecidas por la acción del tiempo.

No había llegado el huracán desenfrenado y descontrolado del “progreso” el cual sólo es bienvenido, cuando es ordenado. La vida transcurría normalmente. El comercio de víveres en aquel conglomerado urbano, estaba en manos de tres pulperías grandes, bueno así eran pero, sin dejar de presentar las características típicas de ser casas comerciales pueblerinas. Se hallaban también esparcidos en aquel conglomerado urbano, negocios pequeños que se limitaban a ofrecer sólo algunos insumos de consumo diario.

Manuel Antonio Guerrero era propietario de una de las tres pulperías importantes del pueblo. La había logrado gracias a su tesonero esfuerzo y a muchos desvelos ocurridos durante varios años de su vida. Era un hombre respetado y estimado por la comunidad, dado su recto comportamiento y su bonhomía, característica en él, sobresaliente.

Era propietario de un viejo camión marca Chevrolet. Este vehículo era uno de los cinco que en total, existían en el pueblo. Manuel Antonio lo cuidaba mucho y lo utilizaba principalmente, para cargar las mercaderías de origen vegetal, que recolectaba de las fincas aledañas y que luego eran comercializadas en su negocio.

Un día su camión, por la existencia de un desperfecto, se negó a desarrollar su diaria y acostumbrada actividad, lo cual obligó a su propietario, a dirigirse a la bomba, así llamaban al inmueble donde estaba el surtidor de gasolina. En ese lugar, único en el pueblo, estaba Augusto, persona que fungía de mecánico y además atendía otros servicios necesarios de los vehículos. Al momento de la visita del señor Guerrero, era Augusto, el encargado de la bomba, quien después de oír la explicación hecha por Manuel, se trasladó a donde estaba el vehículo accidentado y después de haberlo examinado, dictaminó la necesidad de cambiar, por una nueva, una determinada pieza del motor de aquel viejo camión. Esto significaba adquirirla en los negocios del ramo que sólo existían en la Capital del país. También suponía la necesidad de realizar el traslado a esa distante ciudad, lo cual era una dificultad importante, para Manuel Antonio.

El transporte lo realizaba semanalmente o antes si se contaba con suficientes pasajeros, un pequeño autobús que no reunía las condiciones mínimas de confort ni seguridad. Tardaba dieciséis horas en recorrer la distancia que mediaba entre el pueblo y la Capital.

También había la alternativa de traslado, un tanto más costosa, que lo hacía un vehículo particular, sólo si existía la suficiente demanda que copara su capacidad.

La comunicación se realizaba por malas carreteras las cuales tenían algunos tramos muy peligrosos.

El viaje implicaba para Manuel Antonio, la necesidad de ausentarse de su negocio, por lo menos durante cinco días, teniendo en cuenta la coordinación que debía realizar con el autobús, para su regreso. Por esa ausencia tan prolongada, su viaje requería una cuidadosa preparación.

Organizado todo lo que se derivaría de su ausencia, después de varios días, partió en el autobús hacia la Capital a fin de realizar la compra de la pieza nueva que sustituiría a la dañada.

A su regreso, después de aquel agónico viaje, Manuel Antonio, con marcados signos de alegría, se dirigió al señor Augusto, a quien le entregó lo que para él era un trofeo, el nuevo repuesto requerido. Augusto, por su parte, ya con el repuesto en sus manos, se propuso instalarlo al día siguiente.

Un día después, Augusto se dirigió nuevamente a Manuel Antonio, en estos términos:

— Manuel, tengo que decirte que el repuesto que trajiste, no es el que corresponde. Traté por todos los medios de instalarlo y no fue posible. Aquella información cayó en Manuel Antonio, como ducha de agua helada. Significaba que tendría que repetir el indeseado viaje, lo que incluía todas las complicaciones anteriores. Pero bueno, esa era la cruel realidad, no había alternativa.

Después de los preparativos correspondientes, tomó nuevamente el autobús y llegado a la ciudad, se dirigió al vendedor a quien le pidió el cambio de la pieza adquirida anteriormente, sin dejar de manifestar su desagrado por la equivocación. El vendedor, un tanto apenado, revisó nuevamente el catálogo y comprobó que lo despachado anteriormente, era correcto, es decir, el repuesto vendido era el adecuado, por lo que no tenía cabida el cambio solicitado. Manuel Antonio se sintió completamente desorientado y antes de retirarse quiso verificar todo con sus propios ojos. Tomó nuevamente su repuesto y regresó a su pueblo donde fue directamente a donde Augusto, y le dijo:

— Augusto, tenías razón, el vendedor se había equivocado. La cambió por ésta, (la misma traída anteriormente) y me pidió disculpas por el error.

Augusto la tomó entre sus manos y pronunció aquellas insólitas palabras:

—¡Ah! Esta sí es. ¿Ves qué yo tenía razón?

TOMÁS GONZÁLEZ PATIÑO

Abril 4 de 2022

FOTO CORTESIA DE LEANDRO VIVAS