Por TOMÁS GONZÁLEZ PATIÑO
Corrían los primeros años de la década de 1950. La Capital, que hasta esos momentos había tenido un desarrollo moderado, empezaba una etapa de avances significativos en la intensificación y expansión urbana. Viejas casas desaparecían para dar paso a modernas construcciones y nuevas urbanizaciones se incorporaban a la trama original de la ciudad. La influencia del concreto armado se hacía cada vez más notoria. Nuevas avenidas, en nombre del progreso, surcaban a la ciudad arrolladoramente dividiéndola en sectores algunas veces incomunicados entre sí.
Nuevos modelos de automóviles se incorporaban al circular por las calles y se hacía usual el cambio anual de sus modelos por otros, de apariencia cada vez más atractiva y poseedores de algunas innovaciones.
José Francisco López L, así era su nombre, a quien los vecinos llamaban Don José, ampliamente conocido en el sector por su bonhomía, su recto proceder y su buen sentido del humor, esto último derivado de su alto nivel de nata inteligencia. Así es, era un hombre de palabra fácil y oportuna que siempre tenía la respuesta adecuada e inmediata en cualquier situación.
De mediana edad, contextura fuerte y estatura un poco más alta que la promedio, de carácter recio pero amigable y con un alto sentido del respeto a sus semejantes, el cual también inspiraba para sí. Vivía en esta ciudad, pero era oriundo de una población vecina de donde lo trajo el buscar nuevos horizontes para su familia.
Era poseedor de un automóvil, que aunque de viejo modelo, lo cuidaba con desvelo y trataba de mantenerlo siempre en óptimas condiciones.
Su situación económica y su buen sentido, no le permitían acceder a otros vehículos modernos que eran los que en gran cantidad circulaban por las calles de la ciudad, a desmedro de los de la década anterior, que por cierto, era la del viejo Ford de Don José.
En los últimos meses del año algunas personas miraban con interés la aparición de los nuevos modelos de autos, unos lo hacían como simple distracción y otros con algún soterrado sentimiento de esnobismo que los llevaba a desear el cambio de automóvil.
Existía pues una competencia importante entre las diferentes marcas, cada una, como es natural, exhibía las bondades y adelantos de los vehículos ofrecidos en venta.
Don José ante aquella situación, se mantenía dentro de su programa de vida austera.
Era poseedor de una pequeña tienda y con las ganancias que de ella derivaba, mantenía a su familia por quien él sentía un gigantesco amor.
Pasaban los días, los meses y hasta los años, bueno pasaba el tiempo y aquella pequeña comunidad se iba consolidando. Don José ganaba espacio entre los vecinos, su afabilidad y su recta manera de proceder borraron el mínimo resquemor que pudo haber causado el no ser originario del lugar. Ese sitio donde la suerte lo colocó, estaba formado por familias y personas trabajadoras, había panadería, expendio de carnes, una bodega pequeña, quincalla, pastelería, dos pequeñas industrias, la tienda de Don José y hasta un botiquín. Todo aquel conjunto de personas, negocios y familias conformaban una unidad que hasta podría decirse, era casi independiente del fragor citadino.
El castigo del tiempo se hizo sentir en el viejo automóvil de Don José. Comenzó a fallar su motor por lo cual fue restringido su uso. No era confiable su utilización. Los mecánicos determinaron que la bobina era la causa del desperfecto por lo que era necesario su reemplazo. Comenzó Don José la búsqueda de tal pieza. Ninguna de las vendedoras de repuesto, por ser un componente que correspondía a un viejo modelo, la tenía dentro de la gama de repuestos que ofrecía al público. Ya en la ciudad no existían vehículos de ese modelo.
El último de los mecánicos consultado sugirió que solicitara la buscada bobina, donde el señor Modesto, hombre de quien no se sabía su apellido pero sí su dirección. Don José un tanto extenuado y sin mucha esperanza, se dirigió a quien parecía tener la última posibilidad.
La sede del señor Modesto estaba situada en el otro extremo de la ciudad, casi en los alrededores de la misma. Era una covacha donde estaba quien era poseedor de repuestos para vehículos de viejos modelos.
El señor Modesto era un hombre de cierta edad, no muy alta estatura, de abdomen pronunciado acorde con su gordura general, usaba sólo un guarda camisa además de sus viejos pantalones sostenidos con elásticas y sobre su testa, un deslucido y maltrecho sombrero que se supone le cubría parte de su pálida alopecia.
Con cierta timidez, Don José preguntó si tenía una bobina para su viejo Ford modelo cuarenta. Tras la respuesta afirmativa vino la otra pregunta, su precio.
El señor Modesto en actitud un tanto arrogante contestó una cifra excesivamente alta y agregó que él era el único en la ciudad que tenía esa clase de bobina, por lo que si la necesitaba, tendría que ser a través de él. Don José un tanto molesto por aquella actitud y aquella respuesta, contestó: — Muy bien, usted es el único en la ciudad que puede venderla, pero yo también soy el único en la ciudad que puede comprarla.
ABRIL 2023