The Night es una novela con un planteamiento lingüístico que corre por debajo de la historia y la explica como metáfora y símbolo. Dotada de un artesonado complejo, nos ofrece un ensamblaje que mezcla tiempos e historias fragmentadas para señalar la descomposición social y moral que nos asiste. Más bien, la que nos desampara, y en la que el lenguaje traidor juega un papel destacado. Entre todos los demás traidores que pululan por la novela, y no son pocos.

La traición del lenguaje se atiende, en la obra, desde las figuras retóricas que conforman los juegos de palabras más conocidos. La Traición, en mayúsculas, se perpetra desde el lenguaje que deja de ser un principio ordenador y proveedor de sentido para convertirse en la columna vertebral del caos. Aquello de «…en el principio fue el Verbo…» como inauguración de un mundo sagrado en el que vale la pena confiar, queda severamente juzgado y condena dentro de las muchas historias que tienen cabida en de la novela.

En el género lírico, por citar el más dedicado a sacarle a la palabra toda su magia, el aspecto engañoso de su presentación, hace del lenguaje un prodigio que embruja el entendimiento y altera la relación del significante con el significado. Pero aquí, en la poesía, el destino del artificio es impregnar de belleza los sentidos, hacer que estallen fuegos artificiales dentro de  cada imagen creada para transformarnos.

La consideración del lenguaje como falsario de la realidad es otra en el postulado de esta novela. Lo que podría considerarse una tesis o un marco teórico al que remite toda la peripecia, se concentra en la cita de Todorov que sirve de epígrafe al primer segmento, titulado Teoría de los anagramas. En ella se asegura que los juegos de palabras son obra del demonio, la locura o la irresponsabilidad política; es decir, que el mal, el caos, la anarquía y/o tiranía son las consecuencias de jugar con las palabras. Que no es saludable jugar con ellas, lo sabemos de siempre. La Torre de Babel, lo dejó claro. Pero cuesta obedecer al sentido común. Y cada vez, cuesta más.

La palabra nombra la realidad y establece, al hacerlo, la cordura, el sentido y la seguridad  indispensables para vivir. La palabra evita la confusión, el vacío, la oscuridad. Su misión es la de suministrar  una relación coherente entre la realidad y la verdad. Una hazaña  que, muchas veces, no puede cumplir. La novela nos contará una historia híbrida entre realidad y ficción bajo esta mirada que le da fundamento.

Pero no es el único referente que la justifica. El propio autor habla de insertarse en un género inédito: el realismo gótico. La nomenclatura constituye de por sí una figura retórica: un oxímoron erudito y curioso. El realismo refleja la realidad como un espejo que la calca sin distorsiones. El género gótico usa el terror para exponer fantasías de extrañeza y sacarle a la realidad toda su fabulación soterrada. Pensemos en Frankenstein, exponente magistral del género. La amalgama coincide con la intención de la historia: realidad y ficción albergan demonios, monstruos y perversiones que el lenguaje encubre, protege y potencia. La mesa está servida.

La historia se estructura alrededor de tres acontecimientos que conmocionaron a la sociedad venezolana por su sobredosis de crueldad desalmada: el caso de Edmundo Chirinos, el del monstruo de Los Palos Grandes y el crimen de Parque Caiza. Sobran los detalles. Los hechos están contados en forma de crónica o reportaje. Los personajes a veces tienen nombres ligeramente modificados, a veces, no. Y como una corriente de agua que susurra al fondo, nos presenta a  la Venezuela que transita de la década de los sesenta a la de los noventa, contada en la vida de la bohemia del momento que representa Darío Lancini y su entorno. El único espacio de la novela donde respiramos aire puro.

Nos encontramos con cuatro personajes principales (hay muchos otros) de ficción-ficción que sirven de engranaje entre la pretensión realista y la construcción fabulada. Que entran y salen de las noticias de prensa al cuento elaborado por la imaginación. Ardiles, Rye, Álamo y Margarita Lambert cargan sobre sus hombros la cruz de ser solo literatura. El resto no puede evadir su condición proteica de ser y no ser. Desde Teodoro Petkoff saltando por la ventana del Hospital Militar, hasta Gallegos Mancera ubicando a Lancini en cualquier país comunista que se precie, pasando por una Antonieta Madrid de película, hasta llegar al innombrado Jorge Rodríguez, de innecesaria presentación. La novela es una enciclopedia de seres conocidos de trato o vista que obliga a la conexión con una realidad más que ingrata. Los cuatro jinetes de este apocalipsis a pie del Ávila,  se vinculan por girar en torno a la creación literaria. El lenguaje ataca de nuevo.

La primera parte describe la teoría de los Anagramas. Consiste en barajar las letras o sílabas de una palabra hasta que se conforma otra, distinta a la original, con otro sentido. A pesar de tener sentido evidente, en esta segunda palabra derivada (pensemos en amor/mora) hay una referencia inicial que desaparece y muta en otro sentido que causa extrañeza. Mínimamente, sorpresa. Lo que era, no es y pasa a ser otra cosa. El orden del inicio desaparece y en el orden alterado aparece una realidad nueva. Sinónimo de la mutación que ocurre en el caso de Chirinos-Montesinos. El psiquiatra cuyo currículo acusa las marcas de una reputación en pedestal (rector de la UCV, candidato a la Presidencia de la República, investigador eminente, referencia mediática constante) resulta ser un psicópata, y deviene en violador y asesino insigne. Tal cual. Hay anagramas que matan.

La teoría de los Palíndromos. Las palabras que se leen igual de izquierda a derecha que viceversa (reconocer), siguen un patrón desafiante. Aunque al final, se trata del mismo significado, el viaje de la lectura, a contramano y siniestro produce escalofríos. La cita tomada de Salvador Garmendia lo descifra: cuando se lee un palíndromo lo conocido se aleja y lo desconocido «letal e inconfesable abismo, se aproxima». La manera de hacer el camino es destructiva, a pesar de contener los mismos elementos (palabras o vidas), el resultado de la operación (leer, actuar) es contra natura. Monstruoso. Algo se pervierte en el trayecto, algo tenebroso toma el control y conduce los signos naturales al inframundo. Ardiles es un psiquiatra vicioso, Álamo es un mitómano contumaz, Rye es un cínico drogadicto y Margarita es una chica que elige lo peor para ella a cada paso. Si pasamos a ‘la vida real’, el monstruo de LPG es el heredero de una saga familiar ilustre, el asesino de Parque Caiza (Gonzalo) es un profesor común y corriente de artes marciales, y de Chirinos ya hablamos. Solo por nombrar los ejes resaltantes de la novela. Eso sí, todo muy bien escondido por el juego de las apariencias. El palíndromo es una manipulación como cualquier otra.

Lo que narra este segmento, es la seductora peripecia vital de Darío Lancini, personaje real de nuestros predios literarios, que sirve de vehículo para recorrer la Venezuela, la Caracas, que de los sesenta a los ochenta vive un momento exaltado donde la cultura, la reflexión vivencial, las posturas políticas, el encuadre de lo real alcanzan una cúspide que da nostalgia. Se trata de un viaje dentro del orden conocido sin juegos de palabras, a pesar de ser Lancini nuestro ‘palindromista’ excepcional. El capítulo da cuenta de hechos reales ligeramente ocultos bajo mínimos antifaces: letras distintas en los nombres, apariciones breves de personajes ficticios, deformaciones interpretativas…El orden tuvo orden. El palíndromo demoníaco llegó después.

Y así se llega a The Night, la lectura del fondo del infierno. Marcado por los acordes fúnebres del grupo Morphine (de cadencia excepcional y ritmo lúgubre) llega el desgarro, la melancolía, la depresión aletargante y la agonía final. Otro mundo emerge de la nueva correlación de fuerzas. La muerte expulsa los signos vitales y se hace dueña del territorio conocido que es ahora una gigantesca fosa común donde se amontonan los cadáveres de lo que pudo haber sido y no dejamos que fuera. Nadie llevó su vida al mejor puerto posible. Los rumbos se torcieron: el país  y su gente entró en la noche desmedida.

Para acabar con todo el sentido, la última parte se dedica al video-juego conocido por Tetris. Un rompecabezas virtual donde las piezas caen hacia la parte baja de la pantalla y hay que correr para ordenarlas, antes de que el sistema elimine la línea inferior. La velocidad de la máquina es insuperable. «Cuando construyes la línea perfecta, desaparece».  El orden, la certeza, es inalcanzable. Ganar el juego es imposible.

Para equilibrar tanto hundimiento me parece salvador regresar a un asunto parcialmente escondido, allá, en los pliegues de una anécdota de Lancini. Su devoción por los palíndromos nace de la lectura de Canaima (1935) de R. Gallegos, cuando Marcos Vargas, epítome de aquel empeño ético que procuró luchar por el triunfo de la civilización contra la barbarie, exclama: «Se es o no se es», palíndromo de resonancia shakesperiana que en plena selva tropical nos abisma y adquiere magnitud deslumbrante. Al fin, un palíndromo que da vida. Al fin, un palíndromo que nos desafía. Al final, Gallegos nos redime. ¿Qué somos ahora después de la catástrofe? ¿Qué queremos ser después? Hay un después, eso es lo que importa.

Por María Dolores Ara