relato por
Alicia Trujillo
Todo se desdibuja, Maestro. La razón y la locura naufragan en un mismo terreno cuyos recintos se han derrumbado. ¿Qué haré con esto? Usted que siempre me instruyó la más pulcra ecuanimidad, ahora mi espíritu no la haya, los intrusos del pensamiento, estos altaneros, han vuelto a presentarse esta tarde. Y no se van, esta vez no se van… Mi cabeza está hirviendo, ¿o es mi corazón? Siento que una fiebre maligna me corroe la sangre y perfora mis huesos, donde se gestan nidos de serpientes que asfixian la cordura. Ahora mismo, Maestro, ¡¡¡en este instante!!! Las ideas hierven como si estuvieran en una olla a presión, aúllan, gritan, me imploran desgarradas que las salve, que las conduzca, que las saque del fuego, ¿cómo hacer tal cosa? El delirio de la inteligencia se derrumba, ¿de qué sirve vivir en el nihilismo más absoluto cuando me muero de frío? ¿Dónde está la utilidad de su enseñanza? ¿En qué momento el hombre en su arrogancia concluyó que aniquilar cualquier intento de cobijo es signo de superioridad intelectual? Mi ser anhela con vehemencia una oración, un concepto que me consuele en medio de esta febrícula, ¿o a causa de?, ¿algún día lo sabré? He estado tentado incluso a susurrar el nombre del Supremo, ¡el mismo que tanto empeño puse en enterrar en laberintos de conjeturas, de argumentos! Mi mente tiembla desde sus adentros de solo atisbar la posibilidad de que los pensamientos no sean más que hilos deshilachados y gastados, controlados por manos ciegas que tejen las mismas formas en distintos ángulos, en un bucle que se repite, indefinidamente, sobre un telar que ya es, un telar que tiene una medida, un tamaño y un límite inamovible, ¡Un límite!, del que no hay solución ni salida, y del que la soberbia intelectual como un vulgar placebo nos distrae. Y yo le aseguro, Maestro, que alguien se ríe de nosotros, en este momento alguien se está riendo de mí a carcajadas, me lo dice un pálpito. Toda la teoría que con ahínco me impulsó a cultivar, ¿qué sucede si la repudio por conducirme al desvarío, por confundirme más que por apaciguarme? Me diría usted que dónde quedó la voluntad. ¡La voluntad! Aquel ampuloso término, ¿por qué me abandona cuando más la necesito? Y sin Dios, sin nihilismo, sin Verdad, y con una consciencia que se auto lesiona, ¿qué sentido tiene mi vida ahora, Maestro? Dígame, se lo ruego, no me mienta esta vez, ¿alguna vez existió tal sentido?
Ayer perdí el equilibrio, creo que de forma definitiva. Estaba escribiendo, usted sabe que llevo meses trabajando en la segunda parte de mi novela, me encontraba en un estado de ensoñamiento, aturdido por un terror inminente, cuando me di cuenta de que un gorrión llevaba no sé cuánto tiempo posado en el alfeizar de la ventana derecha, mirándome fijamente. Sus ojos derrochaban cinismo, Maestro, se estaba burlando de mí, él también era partícipe de esta broma que es el universo; te doy mi palabra de que se burlaba. Comencé a alterarme sobremanera, ya no podía escribir, ¡gotas de sudor cayeron desde mi frente hasta mis muslos desnudos!, y al mismo tiempo temblaba de frío, (¿por qué tanta contradicción?). Ah, Maestro, si me hubiera visto, escalofríos atravesaban mi columna vertebral cual rayo desbocado. La monstruosa ave seguía atravesándome con su filosa mirada, me di cuenta de que también se burlaba de mi vano intento por escribir, ¿qué importaba la escritura después de semejante revelación? Al fin y al cabo, las palabras bien podrían ser cómplices de este grotesco complot, ¿no son en ellas en las que volcamos nuestra fe?, ¿las que enmarañan nuestra visión? Vergüenza sentí de mí mismo, de un golpe seco sobre la mesa partí en dos la pluma, cogí las treinta y dos hojas que tenía escritas y una por una me las metí en la boca, mastiqué con furia cada una de las palabras que estaban en ellas, una a una las despedacé, las hice añicos con mi mandíbula ¡Me las tragué todas, Maestro! Devoraba mi propia creación, no podía parar, el gorrión entonces apartó la mirada y emprendió el vuelo, caí exhausto al suelo, ya no sé si tenía frío o calor, todo era tan irreal, tan ajeno… Apareció un pensamiento que no pude quitarme de encima: las palabras que me acababa de tragar se convertirían, literalmente, en excremento. ¡Ya no había marcha atrás! ¿Qué puede ser más obsceno que eso? Toqué fondo. He sido incapaz de comer, ni siquiera de beber agua, tampoco puedo meditar, lo he intentado, pero no puedo, no puedo, y ahora escribo esta carta con la esperanza de entregársela, pero mi debilidad me lo impide, no sé desde cuándo no salgo de casa, ni si anoche dormí quince horas o diez minutos. Después de la atrocidad que hice ayer, la culpa me carcome y por eso insisto, y desesperado vuelvo a escribir, porque es lo único que sé hacer, quizá en un intento de salvación, pero no puedo engañarme, Maestro, las palabras también me han dado la espalda, tambalean escuálidas en mi cabeza, puedo ver sus cuerpos desfallecerse sobre una lógica que ya no es más que arena movediza, las letras caen desbocadas desde un precipicio infame, y van fragmentándose fonema a fonema, desmembradas, sin alma, hasta que caen en lo más bajo, en este lugar sin luz y sin aire, donde al fin se marchitan como las florecillas torcidas entre el musgo, y yo junto a ellas, Maestro, y yo junto a ellas…
Este relato fué publicado originalmente por Alicia Trujillo en la revista Almiar en el presente año.
Ilustración: Imagen por AndyFaeth (Pixabay) – Licencia dominio público