Ensayo y foto cortesía de José V. Domador
El siglo XX parió una criatura de hierro y velocidad: el automóvil. Con él nació un imperio que se extendió por toda la faz de la Tierra. Asfaltamos montañas, cortamos selvas, perforamos túneles y levantamos puentes para rendirle culto a esta bestia domesticada por el volante. Con un rugido nos llevó a descubrir la vastedad del mundo, y con su latido metálico nos enseñó la libertad del movimiento.
Hoy, con ciento veinticinco años de dominio sobre ruedas, este imperio comienza a inclinarse hacia su ocaso. La inteligencia artificial se prepara para tomar las riendas, y las nuevas autopistas serán invisibles, suspendidas en el aire, guiadas por sensores, algoritmos y pulsos digitales. La nostalgia comienza su lento desfile por nuestra memoria.
A nosotros, los amantes de los motores de combustión, solo nos quedará el recuerdo: la vibración del chasis bajo los pies, el olor a gasolina, la sensación del viento golpeando el rostro al bajar la ventana, la sinfonía del motor en ascenso. No será igual el trayecto sin estos sentidos en danza.
Vendrán las motos aéreas, sí, pero con cascos que no dejarán entrar el mundo exterior. Vendrán los vehículos sin chofer, sin historia, sin alma. Atravesarán los cielos de pueblo en pueblo, rápidos, limpios, silenciosos. Atrás quedarán las viejas carreteras, devoradas por la maleza, borradas del mapa por el abandono y el olvido. El asfalto será arqueología.
Quienes crezcan en el nuevo orden no sabrán lo que es manejar por gusto, detenerse sin razón en medio de la nada, lanzarse a una carretera abierta sólo para perderse un rato. Ellos verán nuestros autos en museos, en películas, en fotos descoloridas. Dirán que era peligroso, ineficiente, contaminante. Y tal vez tengan razón. Pero no entenderán el placer visceral que hubo en pisar el acelerador y dejar atrás todo, incluso por un instante, incluso sin saber adónde se iba.
En lo personal, guardo esa nostalgia como un tesoro. La carretera fue mi templo, el auto mi extensión, y el viaje una forma de meditación sin palabras. Crecí en los años cincuenta, cuando las máquinas aún se fabricaban con orgullo artesanal. Cada pieza era un poema de acero, cada línea un trazo de deseo. Por eso aún me conmueven los autos clásicos, a los que mis hijos llaman “vaqueros”, con respeto y distancia. Ellos no saben lo que yo sentí. Tal vez nunca lo sabrán.
Sé que el cambio es necesario. Sé que el planeta lo exige y que el futuro apunta a formas más seguras, limpias y eficientes. Pero me permito esta melancolía sin culpa. Porque quien ha conocido el rugir de un motor bajo el pecho, quien ha sentido el mundo pasar como un río por la ventanilla, lleva una marca que no se borra.
Esos autos no solo transportaban cuerpos. Transportaban épocas. Nos llevaban al pasado, al recuerdo, a la emoción intacta de lo vivido. Eran máquinas del tiempo. Nos devolvían a esa edad en que todo parecía posible, cuando el mundo era una carretera por conquistar.
Hoy sigo conduciendo, y mientras pueda, lo seguiré haciendo. Porque cada viaje es un acto de resistencia. Cada kilómetro es un poema rodante. Y aunque sé que el final se acerca, que en veinticinco años solo quedarán vitrinas y vitrales contando esta historia, yo elijo vivirla hasta el último giro del volante.
Aún estamos en la era rodante. Disfrútala. Porque pronto, solo los museos recordarán lo que fue tener el viento en la cara.